martes, 16 de diciembre de 2008

Miedo (VIII)

-Al descubrir la treta que Querenini había organizado, mi padre se sintió desesperado.
-¡Eso no es excusa!, recusó el toscano.
Gigi, sorprendentemente, salió en defensa de su progenitor...
-Usted no lo entiende, padre. No sabe lo que es tener miedo…
¿Miedo?, pensó Antonioni. ¿Qué era sino miedo lo que venía impulsando sus actos en los últimos meses? Ciertamente, Antonioni no había sentido otra cosa desde hacía tiempo. Casi no recordaba lo que era no vivir con aquel sentimiento bajo el hábito…Antonioni, sorprendentemente, lejos de sentirse ofendido con aquellas palabras, recobró la postura enternecedora con la que había recibido a Gigi casi dos horas antes…
El cura negro miró por el amplio ventanal de la sacristía de San Antonio. El sol cedía derrotado una vez más. La noche se acercaba, y Gigi, contemplando la serenidad que inundaba por momentos el rostro de su confesor, decidió ir poniendo fin al relato de los hechos que le habían traído bajo su tutela.
-¿Recuerda esto?
Gigi volvió a escudriñar en su sayo. Aquel perfumario, que Antonioni casi ni recordaba, volvió a perturbar el resto del toscano. ¡Qué Dios me perdone!, pensó. No en vano, el principal motivo que había llevado a Giancarlo a disponer de su presencia no había sido sino un incumplimiento claro del dogma católico: ¡Gigi había robado!, el séptimo mandamiento había sido negado a los ojos de Dios, y sin embargo, Antonioni a penas le había dado importancia a un hecho que sin duda la tenía. Aquel recipiente, aquel mensaje, aquella herejía… ¿Y si Gigi jugaba al despiste para lograr el perdón sin pasar siquiera por el confesionario? ¿Y si todo aquello que contaba no era sino una absurda narración improvisada? ¿Una octava partida? ¿Herejías?...
Dudas, sobre todo, dudas…
-Padre, ¿qué le ocurre? Indagó Giancarlo.
-Verás hijo, suspiró Antonioni. Entiende que se me haga difícil digerir todo lo que me has venido contando. De hecho…
-No me cree ¿verdad?, interrumpió el joven.
-Sinceramente, me cuesta estragos…
No era para nada incierto. El padre Antonioni divagaba, casi inerte, por el angosto espacio que separaba la alacena del dispensario de la sacristía de San Antonio. Parecía nervioso, atribulado, la cara descompuesta en un gesto casi imposible, demencial…inoperante. Miraba a Gigi de cuando en cuando, lo examinaba de arriba abajo, cual galeno en prácticas carentes de experiencia previa. Mientras, el joven, más rojizo si cabe, sostenía aquel perfumario, en silencio, temblando…
De repente, Gigi cambió el rumbo de la historia de aquel momento...
-¿Ha pensado alguna vez en lograr aquello que más desea? ¿Y si esa capacidad fuera posible? ¿Escogería su rumbo aún pudiendo no servir para nada?

¿Un rumbo? pensó Antonioni para sus adentros. ¿Y quién no?

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