martes, 29 de julio de 2008

"Padre, por qué nos temen". Claves de la leyenda negra antijesuítica (II). Sobre por qué temer a los jesuitas.

Cuando Carlos III rubricó con su firma la Pragmática Sanción de acuerdo a "causas urgentes, justas y necesarias", los motines de primavera del año anterior -que la historia rebautizó como "motines de Esquilache"-, aún debían pesar en la mente del monarca. Sin embargo, a la hora analizar el fenómeno antijesuita, hay que tener muy presente que la decisión última de perpetrar la expulsión de la Orden no respondió al quehacer vengativo de un Rey que definitivamente había dado la espalda a la Compañía. Más bien al contrario, el abanico de razones que justifican la medida adoptada deben explicarse haciendo hincapié en la maraña de circunstancias -también internacionales- que conformaban el contexto español del momento.
En cierto modo, parece como si sólo los jesuitas desconocieran el temor que sus supuestas "maniobras conspirativas" venían despertando entre sus contemporáneos. No en vano, el resultado final de la "pesquisa secreta", proceso sumarísimo que siguió a los motines de Madrid, fue todo menos sorprendente. Pero, si el desenlace fue tan puntillosamente planeado, cabe indagar en las causas que inspiraron decisiones tan rotundas y que, como veremos, se basaban en el pánico que las acciones de la Compañía venían generando y en el modo en que la “leyenda negra” jesuítica se expandió.
No sorprende que fueran razones de estado las que inspiraran en mayor grado a los contrarios a la Compañía. No obstante, cada vez son más los trabajos que tienden a deshacer los no pocos tópicos acumulados desde el setecientos. No hay duda que para los antijesuitas fue un acierto el poder contar con este tipo de imputaciones sin las que, probablemente, no podrían haber torcido la voluntad real que, aunque era contraria a las prebendas jesuíticas, aún podía temer posibles represalias pontificias.
La importancia del contexto internacional debe quedar al margen de toda duda. Resultan curiosos los paralelismos en el modo de proceder y en los cambios de actitud registrados, tanto en Francia como en Portugal, los años previos a la expulsión de los jesuitas en ambos reinos, y como muchas de las acusaciones vertidas por los antijesuitas galos y portugueses, también fueron recurrentemente utilizadas en España.
En su Dictamen Fiscal, Campomanes, principal valedor de la cruzada antijesuita en nuestras fronteras, no duda en utilizar -incluso transcribiendo literalmente- muchos de los argumentos esgrimidos por el Parlamento francés o por Carvalho en Portugal. Todos los argumentos en contra de la Orden ignaciana parten de una misma idea: los jesuitas, al actuar como un cuerpo propio, dirigido por altas esferas, dependían plenamente de los designios articulados desde su propio “gobierno”, siendo sus actos juzgados de manera interina o, en último término por el Papa (a quien habían jurado un cuarto voto de obediencia exclusivo).
La “leyenda negra” del jesuitismo parte de esta premisa al considerar que los líderes de esta “confederación” venían -desde la práctica fundación de la Orden-, pretendiendo obrar todo mal que fuera en contra del Estado, de la Monarquía y, por ende, de la soberanía tradicional. Asimismo, un nuevo concepto político: el regalismo; doctrina auspiciada por los ministros ilustrados y que alcanzó su apogeo durante el reinado de Carlos III, no era una política compatible con las supuestas prebendas jesuíticas que se asumían como conspirativas y contrarias al albor de las luces.
Los atentados en Francia y Portugal, con claras intenciones regicidas, hicieron saltar todas las alarmas. No es de extrañar que, ante el temor que estos acontecimientos despertaron, las actitudes fueran globales y las soluciones ajustadas a un mismo guión establecido. Tanto en Francia como en Portugal, y así ocurrirá también en España, el proceso de incriminación de los jesuitas se basó, sobre todo, en supuestos, sí no poco veraces, débilmente comprobables. A pesar de ello, el extrañamiento se llevó a cabo en ambos países y muchos de los expulsos fueron acogidos en España por unos jesuitas que horrorizados, asistían a la narración de unos hechos que aún seguían viendo como ajenos a su realidad.
Mientras, el clima internacional, como hemos visto, era el propicio para facilitar la toma de posturas. El mismo Campomanes, sólo tuvo que poner su pluma al servicio de los hechos descritos por el antijesuitismo francés y portugués, transcribiendo sus vivencias como sucedieron -o como quisieron que sucedieran- para, en último término, amedrentar al monarca y sus consejeros haciéndoles partícipes de su clarividencia personal: ¿A caso España estaba a salvo de los designios conspiradores y regicidas del jesuitismo internacional?...
Poco a poco, los jesuitas fueron abriendo los ojos ante lo que sucedía, manteniéndose a la espera de acontecimientos. En la Corte, sin embargo, una idea parecía ir imponiéndose al resto: sólo medidas rotundas evitarían males mayores…los motines del 66 eran buena prueba de ello.
Acusar a los jesuitas de regicidio fue un acierto de los contrarios a la Orden. Que dos fuerzas políticamente opuestas mantuvieran un pulso de tan grandes dimensiones sin que se perdiera el equilibrio era pura utopía, y más en un contexto de Antiguo Régimen como el que se convivía. Los intereses ultramontanos, avalados por la tradición y apoyados por los jesuitas, y los regalistas, eran dispares y radicalmente opuestos, tanto como -a juicio antijesuita-, lo eran los ignacianos a los intereses del Estado y a la preponderancia de la Monarquía borbónica. Sólo uno de los caminos podía imponerse. Fue entonces cuando el talento intelectual y dialéctico de los ilustrados se impuso a los anquilosados posicionamientos mantenidos por el sector ultramontano…Fue un primer triunfo que, sin embargo, hirió de muerte a la Orden.
La valía de Campomanes a la hora de redactar la “sentencia de muerte del jesuitismo en España”, supo aprovechar las incriminaciones regicidas vertidas por el antijesuitismo europeo, utilizándolas como arma decisiva a la hora de alejar -primero-, a la facción ultramontana del poder y -segundo-, convencer al Rey de que la medida más consecuente era expulsar a la Orden que promovía todos los males por mor analizados. Fue una de las grandes victorias del despotismo en España. Sin embargo, aún quedan puntos negros en la investigación como para dejar de hablar de “leyenda negra” al referirnos a la obsesión regicida de los ignacianos.
Otra acusación corría también como la pólvora en los años previos a la expulsión. Según se decía, la Compañía de Jesús conformaba una auténtica Monarquía despótica que, gracias a su tremenda capacidad para actuar como ave de rapiña, contaba en el setecientos con más recursos económicos que cualquiera de las monarquías legítimas de Europa. Genial es el paralelismo con los templarios al que alude Campomanes en su alegato fiscal, aunque no menos lo son las acusaciones que enjuician la misión jesuítica tanto en América como en las Indias orientales, China o Japón y que fomentaron la jesuitofobia en Europa. Siendo, como apunta Eva María St. Clair, la desobediencia “el cargo que cobró mayor importancia para ambas partes”. Los jesuitas, conscientes del peligro que suponían estas diligencias, “dedicaron gran parte de su esfuerzo dialéctico a rebatirlas (…) expusieron un sinfín de justificaciones y motivos para obrar de esta manera, intentando que la cuestión pareciera menos grave de lo que era en realidad (…) excusas que, independientemente de sus sólidos fundamentos, no buscaban sino disimular un hecho que era ya insoslayable”.
Y es que, no en vano, Roma llegó a condenar las actividades misionales jesuíticas, algo que, por primera vez, encendió las alarmas entre la Orden…
¿Estarían perdiendo a caso el apoyo del Pontifice?

"Padre, por qué nos temen". Claves de la leyenda negra antijesuítica (I)

Miedo: estado afectivo del que ve ante sí un peligro o ve en algo una causa posible de padecimiento.
En la España del setecientos, no fueron pocos los momentos en que este sentimiento -de por sí tan humano-, se adueñó tanto de aquellos con la capacidad para transformar las cosas, como de quienes, a fin de cuentas, sufrían con mayor intensidad sus efectos.
Hay mucho temor en las motivaciones profundas que impulsan al género humano y, de sus efectos, derivan consecuencias, que a la larga, nos sirven a los historiadores para rescatar del olvido cuestiones tan apasionantes como la que nos ocupará en las siguientes líneas.
Sin embargo, el problema surge al comprobar como el miedo es capaz de inspirar medidas tan poco justificadas como las que de forma oficial se pusieron en marcha en la mañana del dos de abril de 1767, y que supusieron el extrañamiento de todos los miembros de la Compañía de Jesús sitos en los dominios de Carlos III.
A lo largo de los siguientes párrafos, pretendemos analizar cómo se configuró el fenómeno antijesuítico y sobre todo, cuáles fueron las principales acusaciones con las que los enemigos de la Compañía contaron para convencer al monarca de lo necesario de proceder a su extrañamiento.
Para ello, prestaremos especial atención al Dictamen Fiscal de Campomanes, a fin de cuentas, el documento que acabó por inclinar la balanza en favor de los antijesuitas, auspiciando lo que Fernán Núñez, instruido por los jesuitas a expensas del Rey, definió como "la providencia más bien combinada, más uniforme y más secreta de cuantas España vio jamás"

lunes, 28 de julio de 2008

La alternativa picaresca. Un buscón llamado Pablos (III). Anatomía de un pícaro según Quevedo...

Describir el apogeo de lo hispánico y su posterior declive a través de las enormes lentes de Francisco de Quevedo y Villegas, sería a todas luces un excelente argumento cinematográfico. No en vano, nuestro protagonista nació en 1580, recién lograda la hasta entonces utópica unión ibérica, y expiró en 1645, tan sólo dos años después de la gran derrota de Rocroi y de la caída en desgracia de Olivares.
Hacer balance de su andadura vital nos robaría demasiadas líneas. Además, para cumplir con el objetivo propuesto, debemos prestar mayor atención a su pluma, a aquello que de Quevedo está presente en Pablos, su -podríamos decir- alter ego en El Buscón, a la postre única novela de este insigne madrileño.
Al hablar de Quevedo, debemos asumir que se trata de una de las figuras más complejas y contradictorias de la historia de las letras, un personaje que aún hoy despierta agrios debates entre los expertos y que personifica como nadie lo que fue el pensamiento barroco hispánico. A Quevedo se le han atribuido cuatro almas, dos personalidades enfrentadas…No cabe duda de que hablamos del mejor arquetipo barroco. Intransigente, solitario, extravagante y, a pesar de ello, el mejor símbolo de la grandeza hispánica en la decadencia.
Afirma Maurice Molho que El Buscón “es uno de los libros más resbaladizos de la cultura habsbúrgica y del que nadie puede sentirse seguro de haber producido una lectura coherente, exacta y definida”. Por afinidad como lector, comulgo plenamente con sus palabras. No en vano, la aseveración de Molho equivale a decir que la lectura del Buscón difícilmente despierta interpretaciones unánimes. En la contracción quevediana reside la clave ante tanto pensamiento encontrado. Las tesis interpretativas -como era de esperar- dan para aburrir. Las hay que se centran en atribuir a la obra la importancia de situarse en una posición contraria a “la falsificación de la verdad por el lenguaje”, es decir, de hacerlo como mero juego de ingenio basado en el papel de la palabra.
Otras, más trascendentales, otorgan al Buscón la capacidad, casi cabalística, de actuar como guía para la vida austera en base a la negación constante de todo lo bueno que puede albergar el hombre…No hay duda de que Quevedo imprimió su sello al Buscón. Una impronta, tan peculiar, que no hizo sino abrir brecha con respecto a la calidad del resto de obras con las que compartió el “cartel” de picaresco. A la hora de concebir El Buscón -afirma Lázaro Carreter-, Quevedo espoleó su ingenio a partir del uso mimético del lenguaje, a saber, de la palabra como bastión inexpugnable desde el cual construir el relato. La simplicidad narrativa que alcanza es, a todas luces, lo que hace del Buscón una obra maestra ya en el aspecto puramente literario. Pero, junto a la importancia del lenguaje, fue la experiencia vital del madrileño: agotadora, arriesgada y terriblemente dolorosa, lo que contribuyó a que -como apunta Américo Castro-, en El Buscón no exista resquicio para el idealismo.
Describiendo las hazañas de aquellos a los que el fango cubría, Quevedo nos muestra un mundo, el de la picaresca, nada idealizado. La magistral pluma quevediana retrata con acierto, no sólo a Pablos, sino también al ambiente social que le rodea…lo divino, lo humano, lo tabernario y, por qué no, lo sublime. En El Buscón queda de manifiesto la organización contradictoria del pensamiento de Quevedo, la abundancia de contrastes que emanaban de su ser.
Junto al papel del lenguaje, la carga moralizante que el madrileño inyectó a la obra no puede pasarnos desapercibida:

“…no quiero darte luz a más cosas; éstas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las trampas...".

Con estas palabras, Pablos decide ir poniendo fin al relato de los aconteceres que dieron con sus huesos embarcándose hacia Indias, lugar donde esperaba huir definitivamente de los fantasmas que le atormentaban. Las cosas no le habían ido bien en Sevilla -última estancia peninsular en la que habitó- y, como no, la solución - de nuevo-, fue optar por el escapismo. Quevedo nos retrata un mundo que es hostil a gentes como Pablos, con aquellos a los que, sólo un milagro podía borrar de cuajo su procedencia, su linaje; su tormento.
El Buscón no nace, a nuestro juicio, como crítica abierta a la forma en que venía retratándose el fenómeno picaresco. Más certero resulta pensar que el madrileño, a golpe de ingenio, pretendió hacer lo propio con los acontecimientos que dieron con Pablos en dicho mundo, es decir, con la decadencia moral que en esos momentos venía floreciendo en España.
A todas luces, un análisis crítico de El Buscón debe encaminarse hacia esta línea. No en vano, Quevedo fue, sobre todo, símbolo de la grandeza de unos tiempos que, socialmente, se imbuían en la más absoluta de las decadencias.
No obstante, las líneas interpretativas siguen estando abiertas, algo que debe servirnos para confirmar que se trata de una de las obras más importantes de nuestra literatura. Y si de algo sirven las líneas trazadas, querido lector, que sea para adquirir una edición de la obra quevediana y disfrutar de las hazañas de Pablos, espejo de mendigos y rufianes, fiel representante de un mundo que fagocita a los desgraciados y los aleja de la mira de aquellos más aventurados.

viernes, 25 de julio de 2008

La alernativa picaresca. Un buscon llamado Pablos (II). Hacia Rocroi...

Es tradición apuntar que en el siglo XVI se dieron los suficientes aspectos de crecimiento múltiple como para hablar de una etapa de esplendor y que, en la centuria siguiente, el proceso se torció en base a crisis básicamente estructurales.
De “depresión dramática”, califica Bartolomé Benassar la situación en que se sumerge lo hispánico a partir, sobre todo, de la década de 1640. Acertadamente, muchos autores han ido a buscar las causas de este declive, precisamente, en los años de mayor crecimiento hipotético, es decir, cuando la coyuntura económica americana y el poderío militar español hacían todo menos presagiar lo que acabaría aconteciendo.
Tanto es así que José Antonio Maravall no duda al afirmar que el XVI fue “por extensión, un siglo utópico” en el que cohabitaron dos concepciones de una misma realidad: la crítica exacerbada, junto a la exaltación constante del progreso evidente que atravesaba lo hispánico.
Pese a todo, ya a finales de siglo, la agonía de lo hispánico comienza a hacerse evidente por mor de unos fracasos militares cada vez menos excepcionales. Muchas conciencias adelantadas despertaron entonces, asumiendo que las cosas no marchaban bien y haciendo públicas las que, a su juicio, debían ser las nuevas prioridades de la Monarquía. España debía despertar del sueño hipnótico del XVI, hacer balance y -apuntaban- enmendar en la medida de lo posible los errores cometidos. Mucho se ha escrito en cuanto a las posibles causas del declinar. No pocos fueron los contemporáneos que ejercieron de “doctores” y describieron la sintomatología y los posibles tratamientos con que combatir la crisis...sin embargo,pocos fueron escuchados.
Entre los historiadores, la tendencia más actual es la de valorar la crisis en base a modelos multicausales y, sobre todo, hacerlo desde prismas poco estudiados, a saber: aspectos sociales, culturales y literarios. A nuestro juicio, estas visiones no vienen a restar valor a las meramente estructurales, sino que las complementan. No en vano, en el camino que llevó al declive de lo hispánico, también debieron influir este tipo de factores y más cuando, a nivel estructural, el desfallecimiento vino a coincidir con el apogeo de lo que Maravall definió como “un concepto que se extiende en principio, a todas las manifestaciones que integran la cultura misma...": el barroco. Sin ser novedad, si resulta cuanto menos curioso que el fin de lo hispánico como entidad supranacional coincidiera con el momento de mayor exaltación cultural vivido en España desde el medievo, un auge que penetró en múltiples ámbitos de la época a los que, finalmente, acabó marcando con un carácter plenamente definitorio.
Como apuntábamos, no existe un único factor causal que explique la crisis. Fueron muchos, e interrelacionados, los elementos que ayudaron a debilitar un, hasta entonces, férreo marco general. Es entonces cuando la conexión entre el contexto histórico y el proceso cultural que acabó generando se convirtió en evidente.
La realidad social del momento nos demuestra que la contrariedad configuraba lo hispánico. Sin embargo, no fue éste un fenómeno exclusivamente hispánico. A juicio de Maravall, la mejor evidencia es que el Barroco, como tendencia cultural, también eclosionó en el resto de Europa, demostrando que la tendencia “era de crisis general, compartida por todos los países que tenían algo que decir en el mosaico europeo”. El problema es que era España quien mantenía entonces la posición preeminente en dicho mosaico. La caída con mayores consecuencias no podía ser otra que la del Imperio español.
En su afán por encajarlo todo cronológicamente, la historia se ha encargado de fijar la derrota de los tercios en Rocroi (1645) contra los franceses, como la prueba definitiva que evidenciaba el devenir decadente que venía sufriendo la hasta entonces grandeza hispánica. Pese a ello, el camino hacia dicho devenir comenzó a recorrerse mucho tiempo atrás, justo cuando las nuevas circunstancias que generó la también novedosa forma de macroestado dejaron de ser tenidas en cuenta…Cuando se impuso la forma al fondo; el continente al contenido. Bien es cierto que España sufrió derrotas bélicas apabullantes en el terreno militar. También lo son las continuas fluctuaciones en el precio del dinero, las malas cosechas o el despilfarro perpetrado por la Corona. Sin embargo, no por ello es gratuito prestar -al menos- la misma atención a las circunstancias socio-culturales, es decir, a cómo la sociedad vivió los efectos de esta decadencia y a cuáles fueron las manifestaciones culturales que generó.
En el trasfondo de todas las manifestaciones barrocas del XVII, el declinar de España en el mundo estuvo muy presente. Como veremos a continuación, la novela picaresca no renunció a describir de un modo particular las consecuencias sociales de este contexto crítico para España y no lo hizo por una razón simple: éstas ya venían minando conciencias mucho antes de que los tercios españoles cayeran en Rocroi...

lunes, 21 de julio de 2008

La alternativa picaresca. Un buscón llamado Pablos (I)

No poco es lo escrito hasta la fecha en cuanto al origen, desarrollo y posterior declive de la literatura picaresca en España. Filólogos e historiadores de la literatura no han dudado a la hora de prestar atención a un género que, ya desde el siglo XIX, viene despertando interpretaciones y debates varios. Repasando la extensa bibliografía al respecto, uno no deja de sorprenderse ante debates, a priori tan banales, como los protagonizados por Alexander A. Parker, por un lado, y Bataillon o Nerlich -entre otros-, a propósito de la idoneidad, o no, de considerar el anónimo "Lazarillo de Tormes" como precursor o prototipo picaresco. Como Parker, nos inclinamos por la necesidad de quitar hierro al asunto, al no ir su trascendencia más allá de incluir la obra en un contexto histórico-cultural u otro y, en todo caso, al no restar ni un ápice del mérito literario que posee este tipo de relato tan característico de nuestro Siglo de Oro. En las siguientes líneas procuraremos alejarnos de las polémicas surgidas (qué otros se encarguen de resolverlas), para volcarnos en analizar la influencia que pudo tener el contexto histórico en la concepción del neonato picaresco. Para ello, prestaremos especial atención a la única novela que perpetró uno de los grandes genios de la literatura universal, Francisco de Quevedo y Villegas.
El hecho de haber elegido "El Buscón" como base para ejemplificar lo que vayamos comentando es única consecuencia del simple placer y la admiración que nos dispensó su lectura. De hecho, hacer lo propio con el "Guzmán de Alfarache" o, incluso, con "Estebanillo González", hubiera sido indiferente -aunque menos atractivo-, para desarrollar el propuesto que pasará a ocuparnos a continuación.
F. de Ayala calificó la obra de Quevedo como “la contemplación como espectáculo del mundo por dentro, la desvalorización definitiva e incondicional de la existencia”. En el Buscón todo es grotesco, deformando como base para negar la teoría que afirma que el hombre es bueno por naturaleza. Su lectura no deja indiferente. Además, a los historiadores nos permite acercarnos a las claves que propiciaron el declinar español del XVII.
El Buscón nos ahorra las dudas. Hubo algo más que crisis estructurales…hubo -sobre todo-, un trasfondo social debilitado que, la pluma de los avezados literatos del XVII -y de Quevedo en particular- se encargó de reflejar...

María de Zayas

Derruir una convención literaria no debía ser tarea fácil en un siglo como el XVII. Al fin y al cabo, el devenir de las mismas venía marcado por el contexto social del momento, un contexto que los literatos imbuían dentro de sus obras a través de la utilización de múltiples consabidos.
María de Zayas trató de romper con este equilibrio literario rehuyendo sistemáticamente de los convencionalismos de la época y rechazando lo que a todas luces era una evidencia: el predominio social del hombre sobre la mujer; una preeminencia que la novela breve amorosa (género que cobró especial relevancia en España entre 1620 y 1640 y -cuyo origen- se remonta incluso al periodo griego clásico), se encargó de hacer pública, eso sí, en forma de sátira, y en el que de Zayas alcanzó cotas de celebridad poco reconocida.
Era un tipo de literatura que, pese a lo que se pueda pensar, mostraba ciertas tendencias y aspiraciones de la época; aspiraciones con las que nuestra protagonista no parecía estar muy de acuerdo.
Llevar a cabo un estudio biográfico de la madrileña no debería ser arduo a juzgar por lo poco que de ella conocemos.
Nació en Madrid y, probablemente, desarrolló su actividad vital en la primera mitad del siglo XVII.
Comulgo con Alicia Yllera cuando afirma que el resto de informaciones barajadas acerca de su biografía se basan en conjeturas. Poco más podemos decir sin entrar en meras suposiciones. Es por ello por lo que vamos a obviar mucho de lo que de ella se ha escrito para centrarnos en aspectos puramente literarios.
Fue en Zaragoza y Barcelona donde María de Zayas publicó “Novelas ejemplares y amorosas” (1637) y “Desengaños amorosos” (1647), las dos partes en que dividió los veinte relatos que a la postre compondrían una de las obras cumbres de la novela breve amorosa del XVII español.
Pese a constituir hipotéticas partes de un mismo fondo, los Desengaños siguen una línea mucho más pesimista que su predecesora. Se han barajado varias opciones a la hora de explicar esto. Por lo que a nosotros respecta, nos inclinamos a afirmar que fue un probable revés amoroso, previo a la redacción de la obra, lo que acabó por traicionar a la autora y, por ende, a su pluma.
En los Desengaños, el final feliz que supondría el matrimonio entre los protagonistas, algo común en este tipo de novelas, se convierte en una utopía ya desde las primeras líneas. Sin embargo, para la madrileña, éste “no es trágico fin, sino el más feliz que se pudo dar, pues codiciosa y desecha de muchos, no se sujeto a ninguno”. Hay ciertos paralelismos entre María de Zayas y su alter ego en los Desengaños. Es por ello por lo que muchos autores han afirmado que la desaparición pública de María de Zayas tras la publicación de los Desengaños se debió a que, realmente, la autora quiso emular a la protagonista de su obra e ingresó en un convento.
Conjeturas al margen, tanto en las Novelas como en los Desengaños, el hilo argumental va a girar en torno al deseo de la autora de defender el buen nombre de las mujeres y de advertir a éstas de lo peligroso de “las armas de engaño masculinas”.
Comparto las opiniones que alaban la veracidad con la que de Zayas trató de contextualizar su obra. Para ello no dudó en situar a los personajes en un marco geográfico concreto y familiar para sus contemporáneos, así como en introducir como hilo conductor numerosas costumbres con arraigo en la época, o aludir sin cortapisas a personajes o acontecimientos históricos.
La obsesión por la veracidad era común entre los escritores de la época y María de Zayas no les fue a la zaga en este aspecto.
La forma en que la madrileña describe algunos de los estados anímicos por los que atraviesan sus personajes también debe ser digna de elogio. No obstante, de Zayas optó por un realismo en cierta medida novedoso ya que tendió a enarbolar lo extraordinario, tanto desde un punto de vista positivo, como extraño o desagradable. Para de Zayas todos los acontecimientos que modificaban estados de animo eran dignos de ser comentados, fuera cual fuera su naturaleza.
Esta es una de las claves que a la postre nos sirven para diferenciar a María de Zayas del resto de los autores que siguieron la línea realista y situarla como precedente, más o menos clarividente, del posterior movimiento romántico.
Otro quid mora en la tendencia aleccionadora que se desprende de su obra, propensión que se observa de forma más que evidente en los Desengaños.
El motor que mueve el mundo literario de María de Zayas es el amor, en cuya descripción no ahorra detalles. Destaca la forma en que narra los efectos causados por el amor, la resaca que éste deja en los cuerpos abandonados, y por ende, en las mentes perturbadas a su paso. Su secuela, arrolladora de por sí, deja aniquilados (sobre todo a nivel psicológico) a todos los protagonistas de sus novelas y en un nivel superior, a todos los que lo sufren. Por ello no duda en criticar la galantería, una fachada -la del galán- que, a su juicio, siempre busca la consecución del placer inmediato.
Lo ya comentado hasta ahora nos sugiere una pregunta: ¿Es María de Zayas una temprana defensora de las tesis feministas?
Por lo que hemos observado en las ediciones más actuales, no hay unanimidad respecto a esta cuestión. El siglo de oro de las artes españolas coincide con un periodo de crisis política y económica que la literatura también reflejó. Es por ello que no podemos contradecir las palabras de Pérez-Erdelyi cuando afirma que de Zayas “se anticipó a muchos objetivos de las feministas actuales; deseaba despertar la conciencia de la mujer para que viese como era retratada por la literatura”.
Fueron flacos los favores que la literatura del siglo de oro hizo a las intenciones de la madrileña, por lo que no resulta extraño que buena parte de sus contemporáneos, así como investigadores posteriores, hayan relegado su contribución literaria a un plano cuanto menos secundario. Sin embargo, utilizar el concepto "feminismo" para definir las intenciones de María de Zayas me parece cuanto menos arriesgado.
En primer lugar, el feminismo nació como movimiento con conciencia propia en el siglo XX, por lo que a nuestro juicio resulta tendencioso utilizar dicha terminología para definir las actuaciones personales de la madrileña. En segundo lugar, hay que señalar que la defensa que de Zayas lleva a cabo en su obra parte de presupuestos, sino conservadores, quizá demasiado ambiguos como para ser considerados como precedente feminista. Su deseo principal fue defender la honra social de las mujeres. María consideraba que los hombres eran los verdaderos causantes de la situación de éstas. Es por ello por lo que les va a acusar de denigrar sistemáticamente a las mismas y de negarles, por ejemplo, los beneficios de la cultura. Los hombres, considera, han afeminando más a las mujeres de lo que la naturaleza las afeminó, dándoles bondades en lugar de armas.
Hasta aquí podríamos decir que la postura de María de Zayas es novedosa. El problema surge cuando aborda el tema de la libertad de la mujer para elegir marido. Es entonces cuando la ambigüedad a la que antes aludíamos se hace indudable. María de Zayas no crítica, por ejemplo, los matrimonios concertados por conveniencia paterna. Era un mal menor frente a lo, a su juicio, verdaderamente terrible: el posterior abandono conyugal por parte del marido. Esta es una postura que a nuestro juicio no acaba de conectar con el resto de sus aportaciones, y que no nos permite apostar por de Zayas como precedente del posterior movimiento feminista.
Casualidad probable o justificada, fue que Pilar Oñate no incluyera a María de Zayas cuando abordó el tema del feminismo en la literatura española, algo que no debe hacernos olvidar el mérito que tuvo su obra a la hora de romper con los convencionalismos de la novela breve del XVII, ni la inmensa capacidad de la madrileña para construir, con gran habilidad y un estilo sencillo, grandes relatos en los que el fin del amor, de su fuerza irresistible, auspiciaba al fin de la esperanza, de la esperanza de que el engaño no estuviera detrás de todo lo realmente extraordinario, lo que a la postre se salía de los convencionalismos que nutrieron a la mayor parte de la literatura de nuestro Siglo de Oro.