martes, 29 de julio de 2008

"Padre, por qué nos temen". Claves de la leyenda negra antijesuítica (II). Sobre por qué temer a los jesuitas.

Cuando Carlos III rubricó con su firma la Pragmática Sanción de acuerdo a "causas urgentes, justas y necesarias", los motines de primavera del año anterior -que la historia rebautizó como "motines de Esquilache"-, aún debían pesar en la mente del monarca. Sin embargo, a la hora analizar el fenómeno antijesuita, hay que tener muy presente que la decisión última de perpetrar la expulsión de la Orden no respondió al quehacer vengativo de un Rey que definitivamente había dado la espalda a la Compañía. Más bien al contrario, el abanico de razones que justifican la medida adoptada deben explicarse haciendo hincapié en la maraña de circunstancias -también internacionales- que conformaban el contexto español del momento.
En cierto modo, parece como si sólo los jesuitas desconocieran el temor que sus supuestas "maniobras conspirativas" venían despertando entre sus contemporáneos. No en vano, el resultado final de la "pesquisa secreta", proceso sumarísimo que siguió a los motines de Madrid, fue todo menos sorprendente. Pero, si el desenlace fue tan puntillosamente planeado, cabe indagar en las causas que inspiraron decisiones tan rotundas y que, como veremos, se basaban en el pánico que las acciones de la Compañía venían generando y en el modo en que la “leyenda negra” jesuítica se expandió.
No sorprende que fueran razones de estado las que inspiraran en mayor grado a los contrarios a la Compañía. No obstante, cada vez son más los trabajos que tienden a deshacer los no pocos tópicos acumulados desde el setecientos. No hay duda que para los antijesuitas fue un acierto el poder contar con este tipo de imputaciones sin las que, probablemente, no podrían haber torcido la voluntad real que, aunque era contraria a las prebendas jesuíticas, aún podía temer posibles represalias pontificias.
La importancia del contexto internacional debe quedar al margen de toda duda. Resultan curiosos los paralelismos en el modo de proceder y en los cambios de actitud registrados, tanto en Francia como en Portugal, los años previos a la expulsión de los jesuitas en ambos reinos, y como muchas de las acusaciones vertidas por los antijesuitas galos y portugueses, también fueron recurrentemente utilizadas en España.
En su Dictamen Fiscal, Campomanes, principal valedor de la cruzada antijesuita en nuestras fronteras, no duda en utilizar -incluso transcribiendo literalmente- muchos de los argumentos esgrimidos por el Parlamento francés o por Carvalho en Portugal. Todos los argumentos en contra de la Orden ignaciana parten de una misma idea: los jesuitas, al actuar como un cuerpo propio, dirigido por altas esferas, dependían plenamente de los designios articulados desde su propio “gobierno”, siendo sus actos juzgados de manera interina o, en último término por el Papa (a quien habían jurado un cuarto voto de obediencia exclusivo).
La “leyenda negra” del jesuitismo parte de esta premisa al considerar que los líderes de esta “confederación” venían -desde la práctica fundación de la Orden-, pretendiendo obrar todo mal que fuera en contra del Estado, de la Monarquía y, por ende, de la soberanía tradicional. Asimismo, un nuevo concepto político: el regalismo; doctrina auspiciada por los ministros ilustrados y que alcanzó su apogeo durante el reinado de Carlos III, no era una política compatible con las supuestas prebendas jesuíticas que se asumían como conspirativas y contrarias al albor de las luces.
Los atentados en Francia y Portugal, con claras intenciones regicidas, hicieron saltar todas las alarmas. No es de extrañar que, ante el temor que estos acontecimientos despertaron, las actitudes fueran globales y las soluciones ajustadas a un mismo guión establecido. Tanto en Francia como en Portugal, y así ocurrirá también en España, el proceso de incriminación de los jesuitas se basó, sobre todo, en supuestos, sí no poco veraces, débilmente comprobables. A pesar de ello, el extrañamiento se llevó a cabo en ambos países y muchos de los expulsos fueron acogidos en España por unos jesuitas que horrorizados, asistían a la narración de unos hechos que aún seguían viendo como ajenos a su realidad.
Mientras, el clima internacional, como hemos visto, era el propicio para facilitar la toma de posturas. El mismo Campomanes, sólo tuvo que poner su pluma al servicio de los hechos descritos por el antijesuitismo francés y portugués, transcribiendo sus vivencias como sucedieron -o como quisieron que sucedieran- para, en último término, amedrentar al monarca y sus consejeros haciéndoles partícipes de su clarividencia personal: ¿A caso España estaba a salvo de los designios conspiradores y regicidas del jesuitismo internacional?...
Poco a poco, los jesuitas fueron abriendo los ojos ante lo que sucedía, manteniéndose a la espera de acontecimientos. En la Corte, sin embargo, una idea parecía ir imponiéndose al resto: sólo medidas rotundas evitarían males mayores…los motines del 66 eran buena prueba de ello.
Acusar a los jesuitas de regicidio fue un acierto de los contrarios a la Orden. Que dos fuerzas políticamente opuestas mantuvieran un pulso de tan grandes dimensiones sin que se perdiera el equilibrio era pura utopía, y más en un contexto de Antiguo Régimen como el que se convivía. Los intereses ultramontanos, avalados por la tradición y apoyados por los jesuitas, y los regalistas, eran dispares y radicalmente opuestos, tanto como -a juicio antijesuita-, lo eran los ignacianos a los intereses del Estado y a la preponderancia de la Monarquía borbónica. Sólo uno de los caminos podía imponerse. Fue entonces cuando el talento intelectual y dialéctico de los ilustrados se impuso a los anquilosados posicionamientos mantenidos por el sector ultramontano…Fue un primer triunfo que, sin embargo, hirió de muerte a la Orden.
La valía de Campomanes a la hora de redactar la “sentencia de muerte del jesuitismo en España”, supo aprovechar las incriminaciones regicidas vertidas por el antijesuitismo europeo, utilizándolas como arma decisiva a la hora de alejar -primero-, a la facción ultramontana del poder y -segundo-, convencer al Rey de que la medida más consecuente era expulsar a la Orden que promovía todos los males por mor analizados. Fue una de las grandes victorias del despotismo en España. Sin embargo, aún quedan puntos negros en la investigación como para dejar de hablar de “leyenda negra” al referirnos a la obsesión regicida de los ignacianos.
Otra acusación corría también como la pólvora en los años previos a la expulsión. Según se decía, la Compañía de Jesús conformaba una auténtica Monarquía despótica que, gracias a su tremenda capacidad para actuar como ave de rapiña, contaba en el setecientos con más recursos económicos que cualquiera de las monarquías legítimas de Europa. Genial es el paralelismo con los templarios al que alude Campomanes en su alegato fiscal, aunque no menos lo son las acusaciones que enjuician la misión jesuítica tanto en América como en las Indias orientales, China o Japón y que fomentaron la jesuitofobia en Europa. Siendo, como apunta Eva María St. Clair, la desobediencia “el cargo que cobró mayor importancia para ambas partes”. Los jesuitas, conscientes del peligro que suponían estas diligencias, “dedicaron gran parte de su esfuerzo dialéctico a rebatirlas (…) expusieron un sinfín de justificaciones y motivos para obrar de esta manera, intentando que la cuestión pareciera menos grave de lo que era en realidad (…) excusas que, independientemente de sus sólidos fundamentos, no buscaban sino disimular un hecho que era ya insoslayable”.
Y es que, no en vano, Roma llegó a condenar las actividades misionales jesuíticas, algo que, por primera vez, encendió las alarmas entre la Orden…
¿Estarían perdiendo a caso el apoyo del Pontifice?

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