miércoles, 9 de septiembre de 2009

Miedo. Epílogo. ¿Cruzarás sin miedo? (I)

Madrid, 1 de abril de 1767.

El Conde de Aranda leía con atención. Con el rostro sereno y las facciones lastradas por la vocación militar asumida, el presidente del Consejo de Castilla, como alcanzado por el espíritu de Federico el Grande, lanzó una postrera bocanada de aire y firmó el documento. Asumir la presidencia de la institución más importante del Reino fue todo un reto para alguien acostumbrado a guerrear en otros fangos. Los episodios de sedición y rebeldía que meses antes habían dado con los huesos de Esquilache en el exilio y con la integridad del monarca en serio entredicho acabaron con Aranda al frente del colectivo que debía tomar las decisiones más importantes del siglo…El fiscal Campomanes lo tuvo claro desde un primer momento: “era el momento”, se repetía, “no tendremos una ocasión igual para llevar a cabo el plan…”. Aranda era más escéptico. Cierto era que su vocación al frente del Consejo intentaba ser reformista, muy influenciado por la visión ilustrada de Voltaire y otros intelectuales franceses, Aranda creía en la necesidad de impulsar el regalismo a toda costa…Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, el estadista parecía contrariado ante lo que se avecinaba. Firmar aquel decreto, no en vano, suponía la expulsión de facto de todos los jesuitas en territorio español, ¿Era del todo justo tal proceder? ¿Será el destierro la mejor de las soluciones posibles?...
-Señor, interrumpió el servicio…
-¿Sí? Preguntó Aranda aún inmerso en sus divagaciones y con la mirada puesta en el decreto de extrañamiento…
-Un hombre pregunta por usted. Dice tratarse de un asunto urgente…
-¿Su nombre? Dudó Aranda…
-Felipo Menzano.


Padua, abril de 1765.
-¡Cuidado! No querrás que nos descubran…
Avanzaban a paso ajado, macilento, como sabiéndose descubiertos en cada esquina, tras cada encontronazo. El juicio público estaba apunto de empezar y todavía quedaban por atravesar un par de callejuelas hasta llegar al Palazzo Moroni, en cuyos exteriores el gentío parecía extasiado, sabedores de que el espectáculo estaba apunto de comenzar.
Padua había cambiado, mejor dicho, los patavinos habían cambiado. El germen de la desconfianza había eclosionado una vez fueron publicados los cargos. Todo parecía tan distinto. Hasta el aire, antaño cargado de humedad, parecía asolado por un genocida y perpetuo calor estival. Padua había cambiado.
-Apresúrate o no podremos hacer nada…
-Lo sé, lo sé. ¡Hago lo que puedo!
Nada más lejos de la realidad. Querenini, sabedor del sufrimiento que podría causar en Giancarlo el probable mal estado físico en que debía encontrarse su confesor, hacía lo posible para atrasar el momento…Primero simuló torcerse el tobillo, después un terminal ataque de asma y, por último, una presunta horda de perseguidores al acecho…
Sin embargo, Giancarlo sólo podía pensar en avanzar hasta la plaza para, una vez allí, hacer lo posible para liberar a Antonioni.
Giancarlo jamás comprendió los motivos que llevaron al toscano a entregarse a las autoridades. Tras los sucesos de la capilla de los Scrovegni, Giancarlo tenía otros planes…huir hacia el lugar más recóndito y una vez allí, iniciar una nueva vida alejados de Felipo y el yugo opresor de quienes apoyaban su causa. Sin embargo, Antonioni, parco en astucias, nunca quiso escuchar a su pupilo. Tengo otros planes Giancarlo, solía repetir. Al alba del cuarto sol tras la huida, Antonioni desapareció dejando atrás una nota de despedida.
“No olvides rezar por mi”, decía la nota. Y Gigi cumplió lo establecido.
-¡Llegamos justo a tiempo! Balbuceó Giancarlo. ¡Vamos! ¡Aún queda cruzar la plaza!
- De acuerdo...
Los alrededores del Palazzo Moroni estaban abarrotados de gentes procedentes de toda Padua. Familias enteras, ataviadas con lo prácticamente necesario como para pasar una jornada fuera de casa, esperaban impacientes que comenzará aquella demostración de fuerza frente a la falsedad demostrada por aquel cura negro al que la mayoría relacionaban ya con los brotes de peste de los últimos diez años…
-Padre, ¿Qué estamos esperando? Gritó uno de los niños contra los que Giancarlo tropezaba en su intentó por aproximarse a la tribuna…
- A que se haga justicia, contestó el progenitor con restos de harina aún entre las comisuras de los labios y la frente…
Bastardo, pensó Giancarlo. Maldecía, es cierto. Maldecía a cada paso. Contra todos los presentes. Enjuiciaba los motivos que les hacían creer aquella falsedad. Querenini parecía en una nube. Un jesuita impotente, disfrazado para pasar desapercibido entre la prole. Qué sino el miedo podía asolar con mayor fuerza la moral de una comunidad. En aquel instante no cabía duda posible. Afloraban los peores instintos, los prejuicios, los rumores…la soledad; la soledad de aquel que tiene las de perder…triunfaba el poder, la maldad de aquellos capaces de manejar el miedo a su antojo. Ninguno de los presentes podría manipular el perfumario a su antojo. El miedo les petrificaba el alma. Absurda contradicción. Poderosa herejía. Voraz lobo humano…
A medio camino replicaron las campanas. Aquellos que susurran hicieron silencio. El juicio iba a dar comienzo. En la oscuridad de un pasillo subterráneo, con la luz cegando la vista al caminar, un hombre con sotana desgarrada, de aspecto enjuto y cuerpo demacrado oraba en silencio. Era el final del camino, no existía el miedo.
-Giancarlo, sabes de sobra…arguyó el padre Querenini.
-Estoy bien, padre. Sólo quiero verle sonreír.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Miedo (XX). Se cierra el círculo (III).

En el rondar de las horas en aquella destartalada capilla, Antonioni pudo ordenar sus pensamientos. Felipo Menzano estaba dispuesto a ofrecer el alma del jesuita al brazo secular si no colaboraba en la causa que la secta patavina por él fundada defendía, a saber, acabar con la influencia de la religión en pro de un supuesto nuevo “amanecer” de los tiempos… Al toscano, sin embargo, no parecía preocuparle su destino. Se repetía a sí mismo que Dios era el único ente capaz de arrojar justicia verdadera. Alcanzar la salvación exigía sacrificios, nuestro padre Jesucristo bien los llevó a cabo. A Antonioni, como decimos, no le preocupaba salvaguardar su integridad. Dios se encargaría de ello en la otra vida. Sus divagaciones se centraban en exclusiva en la figura de aquel mozalbete que en apenas unos días había pasado de chiquilicuatre a adulto. Son las circunstancias de la vida, no cabe duda, las que nos hacen fuertes, se repetía…Y Giancarlo; con el rostro roído por el peso de la culpa, había dejado, para siempre, de ser el mismo. Tardó Antonioni en deducir el lugar exacto en que se encontraba. Fue allá por el año 1305 cuando concluyeron las obras de la por entonces capilla de Santa María de la Caridad, erigida por orden de Enrico Scrovegni, hijo de usurero, que pretendía con esta magna obra el purgar, según decían, los pecados perpetrados por su padre. Antonioni nunca entendió porque la Iglesia Católica continuaba considerando pecado el préstamo cuando, y no eran pocos los casos por él conocidos, muchos de los prelados cercanos al Santo Padre practicaban dichas prebendas jugando con las propias contradicciones que generaba el sistema. Sabedor de los males que acechaban la esquina de la fe católica, el padre Antonioni no se sentía precisamente cómodo entre esas cuatro húmedas paredes decoradas con frescos aún pigmentando. Y más cuando Felipo, probablemente el ser al que más odiaba de toda la faz de la tierra, parecía husmear de cuando en cuando entre las rendijas del portón…como sabiéndose descubierto, cómo disfrutando del acto de mantener a un religioso encarcelado en contra de su propia voluntad…
Sin previo aviso la voz de Giancarlo alumbró la estancia.
-Padre, ¿Es usted?
-Giancarlo, ¿Qué haces aquí?
-He venido a ayudarle…
Giancarlo forzó la cerradura, como tantas veces hubo hecho antaño. El sonido del trajinar de la varilla incomodó al toscano, preocupado de la integridad del menor. Gigi, como conociendo el estado alterado en que debía encontrarse su confesor lo tranquilizó asomado entre los barrotes…
-Tranquilo padre, no estoy sólo…
-Verá, él no era quién creíamos…
-¿A qué te refieres? Dudó Antonioni…
- A Querenini…
La puerta dio un estruendo hacia delante y ambos cruzaron el umbral. Los estigmas de aquel hombre no eran sino producto de la maldad despiadada de Felipo. A Antonioni no le sorprendió la noticia. Aquella herida secreta que tanto escocía su alma alcanzaría a supurar cuando diera con los huesos de Felipo lejos de Giancarlo…Si Querenini venía a colaborar en su misión, bienvenido fuera…
-Salgamos, padre…
Antonioni no pudo ocultar lo que sentía. En un raudo movimiento, abrazó a Giancarlo que, entre sollozos, no pudo, ni quiso, esquivar “el golpe”…
-Gracias, Giancarlo…
-No hay de que. Además, todo ha sido gracias a Querenini…
-Llamadme Jean, interrumpió aquel mientras se atusaba el pelo…
Antonioni tardó unos segundos en adaptarse al medio. Una vez en el exterior, alzó la mirada hacia la que había sido su celda las últimas horas…Por primera vez se olvidó de dar gracias a Dios…No en vano, la amistad también puede llegar a ser divina.

sábado, 8 de agosto de 2009

Miedo (XX). Se cierra el círculo (II)

Ambos cruzaron sus miradas, petrificadas, como asumiendo rituales perdidos en la inmensidad de la luna llena, donde nada es lo que ves, donde nada es realidad. Sorprendido, Giancarlo clavó la mirada donde nacen las dudas, en lo profundo de la inmensidad de aquellos ojos resignados por la angustia. Querenini no pudo sino asumir su verdadera identidad. Giancarlo, por su parte, impotente, asumía tener delante al causante de todos los problemas que habían venido acuciando a su familia en los últimos meses, océanos de tiempo que hervían en su consciente retrotraer.
-¿Qué te ha contado tu padre? Preguntó Querenini como conociendo de antemano la respuesta…
-¡Impostor! Exclamó Giancarlo. Sabéis de sobra qué es lo que me ha contado…
-¿Y si ha osado mentir a su propio hijo? Arguyó el farsante.
-¿Por qué iba a hacer tal cosa? ¿A caso no eres tú quien ha dejado a mi padre en la ruina? ¿No eres un famoso ladrón de guante blanco? ¿No has recorrido media Europa destrozando la vida de familias enteras que confiaron en ti?
-No, Giancarlo. Mi deber en esta vida es sólo proporcionar perdón a las almas perdidas…
-¿Cómo te atreves? ¡Insolente rufián! El rostro de Giancarlo se oscureció, probable efecto de la ira contenida que comenzaba a supurar en el centro de gravedad de sus ojos…
-Debes llevarme en presencia del padre Antonioni, está en grave peligro, y debemos ponerle a salvo…
-¿Antonioni? Preguntó Gigi ¡Jamás le diré nada! ¿Qué pretende hacerle? ¿Por qué…?
-Ambos defendemos lo mismo, arguyó Querenini. Ambos juramos obediencia al Papa y ambos nos educamos en el mismo lugar, para recibir la misma instrucción. Ambos somos jesuitas, Giancarlo y, me creas o no, tu ayuda es fundamental. Es ahora o nunca, hay mucho en juego. Vamos, por favor, ayúdame a buscar al padre Antonioni. Por el camino te contaré el resto…
Giancarlo apenas pudo disimular su carencia de fe en Querenini. ¿Un jesuita estafador? ¿Y si era cierto? ¿Y si realmente Felipo estaba mintiendo? ¿Y Antonioni? ¿Estaría realmente en peligro? Demasiadas preguntas sin respuesta como para no continuar caminando, esta vez sí, a paso ligero, camino de la iglesia de San Antonio. De repente, al doblar la esquina del último callejón, algo desvió la atención de ambos desconocidos. Los restos de un líquido azul, vaporoso, desparramados junto a un trozo de tela negra desgarrada….
-Creo que se nos han adelantado, reflexionó Querenini…
-Pero… ¿Y ahora? ¿Qué podemos hacer?
-Tranquilo, Giancarlo. Guíame hasta la Capilla Scrovegni.
-Sin problemas, sígame…
Y Giancarlo se deshizo del yugo opresor de los brazos de Querenini y caminó a su lado, acompasando el paso en cadentes ritmos cada vez más estructurados. La vida de aquel que salvó la suya parecía estar en juego…valía la pena cualquier pacto con el diablo.

miércoles, 29 de julio de 2009

Miedo (XX). Se cierra el círculo (I).

“Giancarlo, giancarlo”…continuó aquella voz. “¿Sabes lo mal que lo está pasando tu padre con todo esto?; ¿A caso imaginas lo que supone para un progenitor tener que repudiar públicamente a su primogénito? No, Giancarlo. No tienes ni la más remota idea. Eres muy joven y ello puede excusar tu rebeldía. Pero has ido demasiado lejos, y lo sabes”…
Ciertamente, Giancarlo desconocía la identidad de aquel lánguido y desaliñado personaje. No obstante, más que el discurso por él pronunciado, lo que preocupaba al joven Gigi es que se había interpuesto en su camino. Su interlocutor, que denotó que el objetivo real de Giancarlo no era escuchar sus palabras, se vio forzado a ampliar su campo de acción. Tras un movimiento brusco, agarró con fuerza los incipientes músculos superiores del joven y procedió hablándole a escasos centímetros de los ojos, desprendiendo un aliento de taberna casi irrespirable…
-¡Escucha piltrafilla! ¡No volverás a obviar las palabras de un superior!
-¿Superior? -se preguntó Giancarlo- sólo Dios lo es…
-¿Dios? -Gigi continuó forcejeando con su captor- ¡Dios, dices! ¡Dime, Giancarlo!, ¿Dónde está Dios ahora? ¿Por qué no te ayuda a escapar? ¿Por qué no lo hace?
-¡Está bien, pare! ¡Me hace daño! ¡Le escucharé, le escucharé…!


Antonioni despertó entre humedad y vapor de aire. Un dolor fuerte en el techo de su condición humana le impedía organizar pensamientos, así que se dedicó por un instante a procurar adaptar su parca visión a las circunstancias, sombrías, del lugar en que se hallaba encadenado. Gritar no hubiera valido de nada. Los gruesos muros de aquella gélida estancia así lo aconsejaban. De repente, un pequeño candil iluminó el portón de lo que, ahora sí, parecía ser una pequeña capilla lateral dejada de la mano de Dios. Con tres forzados movimientos, el elemento sustentante de aquel haz lumínico hizo acto de presencia. Paralizado por el miedo, Antonioni no pudo articular palabra. Siquiera lo intentó. No era la primera vez, pensó, que un hombre pretendía tomar la justicia divina y hacerla propia…
-Felipo, ¿Dónde está Giancarlo?


¡Es él! ¡No cabe duda!, pensó Giancarlo mientras aquel espécimen de encías sangrantes se obcecaba con hacerle caminar rápido, a la par que sin llamar la atención de los transeúntes. Pero, ¿Cómo era posible?, ¿Qué hacía él aquí?...
-No te retrases, sigue caminando, insistió el captor, aún queda un largo trecho…
-Ten, ¿Quieres un poco de agua?, añadió como obligado por una doble moral difícil de ocultar…
-Gra...gracias…
Al saciar su sed, Giancarlo sintió un impulso renovado por calmar la curiosidad que le reconcomía. Haciendo gala de una extrema valentía y una honda serenidad en la cadencia vocal, Giancarlo cerró el recipiente suavemente y preguntó:
-¿Es usted Querenini., verdad?


-No estás en posición de hacer más preguntas cura negro, respondió Menzano con aura de incongruente superioridad.
Antonioni, en un impulsó arrebatadoramente mundano, trató de agarrar el tobillo de Felipo en un ademán torpe y carente de confianza. El toscano, por momentos irreconocible, seguía y seguía insistiendo en golpear al garante de sus problemas. Movimientos poco productivos. Apenas dos minutos después el cansancio inundó las arterias del jesuita…
- ¿Puedo continuar, padre?
Felipo respondió por él mismo.
-Bien, como le estaba diciendo, su situación es harto compleja. Tenemos varios testigos que le han visto arrojar un líquido extraño al alcantarillado público en una callejuela cercana a la Iglesia que usted regenta. Asimismo, hemos encontrado una serie de cuadernos de notas, que expertos en el tema continúan analizando, y en los que parece hacer referencia a la presencia de una secta en la villa de Padua…
-¡Cómo te atreves! Arremetió Antonioni con la dureza de una voz lastrada por la falta de sueño…
-¡Eres tú el protagonista de esta pesadilla! ¡Tú, farsante insolente! ¿Cómo puedes hacerle esto a tu hijo? ¡Pobre Giancarlo! ¡Dios te maldiga!...

sábado, 25 de julio de 2009

Miedo (XIX)


Giancarlo no volvió a casa una vez Antonioni cerrara el portón de San Antonio tras los acontecimientos del Palacio Bo. Aprovechando sus conocimientos en el arte del robo a pequeña escala, forzó la entrada lateral de San Antonio y permaneció en silencio, cabeceando, durante buen rato, dentro de uno de los confesionarios. No podía dormir. Estaba demasiado excitado pensando en todo lo ocurrido aquella noche. La ansiedad maltrataba la conciencia de aquel joven que, en apenas dos días, se había visto forzado a convertirse en adulto. Absorto en sus pensamientos, Giancarlo sintió un escalofrío cuando advirtió la presencia de Antonioni que forzaba la apertura del relicario de San Antonio. Intentando no ser descubierto, Giancarlo incrustó sus ojos en la celosía que separaba lo mundano de lo sacro…el pecado del perdón. Antonioni logró su objetivo. Giancarlo, en cambio, no entendía que estaba pasando. Antonioni, arrodillado a los pies del altar mayor no olvidó sus maitines crepusculares. No obstante, y sin previo aviso, el confesor se evaporó abandonando San Antonio con dirección desconocida. Giancarlo no lo dudo un instante, debía advertir a Antonioni de los peligros que acechaban al jesuitismo…debía, debía ser justo con él, hacerle comprender la necesidad de actuar. De repente, abrió el confesionario y a toda velocidad se dirigió a la entrada forzada horas antes. Al atravesar la sacristía, una figura inmóvil sesgó de cuajo sus aspiraciones…
- ¿Tienes miedo Giancarlo?


Del cuaderno de notas del padre Antonioni…
Las primeras investigaciones me llevan a la más absoluta de las derivas. Durante siglos, los monarcas han sido personajes casi sagrados, intocables, gracias a ostentar el cetro y la corona, teniendo en sus manos el destino de todos sus súbditos. No obstante, su afán implacable siempre ha sido ir más allá: ostentar potestad eclesiástica. No obstante, la existencia de una Octava Partida parece más que poco probable. Alfonso X fue un Monarca profundamente católico que destacó por desarrollar un encomiable impulso al derecho. He repasado todos los artículos de las Siete Partidas y nada parece ir más allá de lo moralmente reprobable. No obstante, señalo a continuación el contenido del Título XIII, referido a la figura del monarca y que afirma textualmente: “el pueblo no debe cobdiciar su muerte nin querer la ver en ninguna manera, ca los que fixiessen de llano se mostrarían sus enemigos que es cosa que se deue el pueblo mucho guardar”…Sinceramente, ando perdido. Las Siete Partidas insisten una y otra vez en la necesidad de juzgar implacablemente cualquier intento regicida. A los Jesuitas portugueses y franceses se les ha acusado recientemente de ello…Por otro lado, una Octava Partida acoge secretos alquímicos con los que lograr aquello que se desea, siempre que no se tenga miedo…y un perfumario se supone el centro de atención de una secta recientemente instalada en Padua: ¿Con qué intenciones?
Si la muerte del mundo cae sobre mi vida. Dios me permitirá salvaguardar la de aquellos que deberán combatirla…

Miedo (XVIII)

No esperó Antonioni a que el primer gallo cacareara extasiado aquella fría mañana de marzo. En silencio, y portando entre sus manos aquel maldito perfumario, cerró el portón de San Antonio y caminó guiado por los arrítmicos latidos de su corazón. No soportaba más aquel peso que lastraba su conciencia. Antonioni, como buen jesuita, había adquirido una capacidad sorprendente para perdonar a sus semejantes. Felipo Menzano había ido demasiado lejos. Aquella noche en el Palacio Bo trastocó los planes vitales del toscano. Alejar a Giancarlo de la ignominia era ahora su objetivo. Antonioni tomó la primer callezuela a la derecha, apenas a doscientos metros de su amada Iglesia. Entonces, conteniendo en la medida de lo posible la respiración, miró a su alrededor…silencio, ¡bendito silencio!
Una vez más, Antonioni repitió idénticos movimientos, primero a un lado, luego al otro…y silencio. A continuación, extrajo de su hábito aquel perfumario. Los primeros rayos de sol coloreaban el contenido del mismo, otrora traslúcido. Antonioni no pudo sino trasladar su atención al mismo. Sin embargo, en un arrebato producto de la ira acumulada, Antonioni forzó la apertura del perfumario y, lentamente, vertió su contenido en la alcantarilla que humeaba bajo sus pies. Aquel líquido pareció brillar más si cabe una vez en contacto con las heces putrefactas. Los secretos alquímicos que tanto anhelaba Felipo eran historia, Padua volvía a estar a salvo…Antonioni sintió una sensación de paz casi mística, inexplicable, mayestática. De repente, al intentar deshacer sus pasos, un golpe secó sesgó de cuajo los recuerdos de una sensación irrepetible.
¿Qué sería de Giancarlo?

jueves, 16 de abril de 2009

Miedo (XVII)

Aquel instante pasó a los anales de lo imperfecto. Felipo, con el ánimo enjaulado e indomable, sostenía la mirada penetrante con que amenazaba la atención de su primogénito. Mientras tanto, el padre Antonioni, desapareciendo misteriosamente de la faz de la tierra, recordaba aquella oración de infancia que su matrona entonaba noche tras noche, cuando ni hierbas ni milagros, lograban captar la atención de Morfeo…
-Padua no puede permitir más ofensas, Antonioni, afirmó Felipo. Las cosas cambiarán sí o sí, y usted no puede hacer nada para impedirlo…
-Felipo…se contuvo Antonioni. Recapacita, hijo mío. Sabes de sobra que esto es una auténtica locura. La fe…
-¿Fe? ¿Se atreve a hablarme usted de fe? ¡A qué fe se refiere! ¡A la impuesta desde el púlpito! ¡A la maldita fe que nos ha cegado durante siglos! ¡A la fe de la Inquisición! ¿Cuál es esa fe? ¡Digame, padre! ¡Continúe exculpando a los que consideran la fe como el único medio de salvación! ¡Continúe!...
- No, Felipo.
- ¡Hágalo! Porfirio Felipo con la mandíbula desencajada.
- No…No creo que merezcas siquiera el honor de volver a la senda correcta…
- ¿Correcta? ¡Por favor, no me haga reír!...
- Lejos de mi objetivo, ironizó el toscano…
- Muy bien, esbozó Felipo con rostro hierático, le invito a marchar Antonioni. Giancarlo, ven aquí ahora mismo…
Giancarlo había escuchado en silencio, petrificado, inmerso en un extraño mar de sensaciones de difícil descripción. No reconocía a su padre, no cabe duda, y sin embargo, aún había en él algo del de antaño. Su aspecto infantil y rechoncho, sus facciones apenas marcadas, su ceño iracundo…su mirada, aún cargada de ira, encerraba algo más de lo que Giancarlo podía alcanzar a comprender y a explicar. Qué podía hacer alguien como él en un momento como ese. Llorar, quizá… ¿Hubiera servido de algo?, ¿Y gritar? ¿Por qué no? Gritar tan fuerte como su voz le permitiera, desgarrar el vilo de sus cuerdas vocales, derrumbar el castillo de naipes de su pecho… ¿Y callar? ¿Alguna vez le sirvió de algo?...
-Mi buen señor…
-Giancarlo, no te lo repetiré tres veces…
-Se qué os preocupa, que habéis perdido algo que os es de suma importancia…
-¡Giancarlo! Se sorprendió Antonioni…
-No padre, déjeme acabar....Algo, continúo Gigi...algo sin lo que vuestra vida deja de tener sentido. Algo que puede satisfacer todos vuestros…
-¡Deseos! Interrumpió Felipo denotando un nerviosismo difícil de ocultar al resto de presentes…
-¿Os sigue interesando recuperar dicha capacidad?
De repente, y como sumido en un profundo hechizo, Felipo Menzano pareció sentirse en manos de su propio hijo. Sintió que, en aquel instante único, hubiera hecho cualquier cosa por él, por hacerle feliz; se vio compartiendo a su lado todos los momentos importantes de la vida…Se vio recuperando aquel perfumario…acabando con la existencia de Querenini…aquel poder, aquel enigma…
-¡Tú! ¡Maldito ladrón! ¿Cómo osas llamarte hijo mío?
-Ya no, Felipo…Ya no.
-¡Te mataré! ¡Pongo por testigo a todos los presentes! ¡Devuélveme lo que es mío…si no…!
-¡Felipo! Estalló Antonioni…
-¿Cómo osa?
-¡Yo tengo aquel perfumario! ¡Entiendes! ¡La Santa Iglesia Católica se ha visto obligada a requisarlo! ¡Y bien harás de no jugar con fuego…! Los Jesuitas conocemos muy bien como funcionan los mecanismos inquisitoriales…
-¡Yo…! Aquellas palabras paralizaron a Felipo…
-Tú nos dejarás marchar, darás por finalizada esta desfachatez y te centrarás en el cuidado de tu familia…de lo contrario…
Al abandonar el Palacio Bo, el rocío caló hasta los huesos a Giancarlo. Antonioni, siempre atento a las circunstancias, abrazó con fuerza a su pupilo…Juntos trazaron el camino de regreso. Los primeros y madrugadores gallos patavinos entrenaban cacareos…poco podrían esperar ambos que el día siguiente marcaría a fuego el sino de sus vidas…

lunes, 23 de febrero de 2009

Miedo (XVI)

Ni uno de los allí presentes se mostró excesivamente turbado. La serenidad que reflejaban sus rostros, contrarrestaba con la turbación de aquellas dos almas osadas que habían decidido interrumpir el curso del cenáculo. Quien sabe, quizá esperaban que algo así ocurriera. Sin duda, que un cura y un quinceañero fueran, finalmente, los protagonistas de sus peores augurios no era sino un mal menor. Una redada inquisitorial, que duda cabe, hubiera provocado consecuencias diferentes…
Antonioni tardó unos segundos en adaptar su visión a las nuevas circunstancias. El palacio Bo era más sobrio de lo que parecía esperar. La escasa iluminación del recinto, que los presentes intentaron contrarrestar bajo el efecto de una veintena de candelillas preparadas para la ocasión, no permitía distinguir excesivos alardes decorativos. Sin embargo, lo que centró la actividad neuronal del toscano en aquellos eternos segundos fue identificar a los presentes…aquella docena de ovejas descarriadas que entorno a un tablero de forma octogonal le examinaban sin descanso. Hubo dos rostros que no logró identificar, y al no hacerlo, pasaron desapercibidos de forma casi inconsciente. Sin embargo, su corazón quedó mermado al observar el gesto sombrío y recio de Aquiliani, uno de los otrora asiduos a sus homilías, mercader que hizo lo imposible para ignorar el cruce de miradas que Antonioni esperaba con pasión, casi con ira contenida. Que los Aspartuto, que denotaban cierta culpa en sus rostros, trataran de ocultar su identidad gracias a las caperuzas no pasó inadvertido al toscano. Tampoco le sorprendió en demasía que la secta lograra captarlos. Resulta sencillo renegar del Altísimo cuando su designio es incapacitar al amor para engendrar descendientes…
Sin embargo, Antonioni quedó petrificado al ver como Felipo Menzano, que parecía presidir la velada, esgrimía una mirada amenazante que paralizó a Giancarlo. Ningún sonido en el mundo hubo podido alterar aquel instante. Gigi apretó fuerte el brazo de su confesor…
-Giancarlo, hijo. ¿Qué haces aquí?, le reprendió Felipo…
-Padre…yo.
-Felipo, interrumpió el cura negro. Pídeme a mi las explicaciones…te las daré encantado.
-Los jesuitas siempre metéis el hocico donde no os importa, ¿verdad?, exclamó Felipo irónicamente.
- Si Dios lo quiere…
- Tu Dios no tiene nada que ver en esto. Habéis osado interrumpir una reunión privada y exijo una explicación…
El rostro de Felipo se iba encorelizando por momentos y parecía empequeñecer las razones que Antonioni tenía preparadas de antemano…
-¿Tienes miedo, Felipo? Se atrevió a preguntar…
-Más deberíais tener los jesuitas, sentenció Felipo.
-¿Cómo te atreves?...
- El tiempo de dominación ha concluido, “padre”. Primero Portugal, Francia…pronto España, Italia…y por fin Roma, caerán a la evidencia de un mañana mejor, las luces lo harán todo visible…las miserias, los errores, deben ser erradicados. El jesuitismo ha de caer y así será. Sois una plaga, una maldita plaga que no ha hecho más que extenderse en silencio, sin llamar la atención…pero nosotros gritamos más ahora, somos más fuertes, mejor preparados, y está en nuestras manos acabar con vuestra influencia…sí, es cierto, en los últimos años no habéis hecho otra cosa que conspirar en nuestra contra, pero ya no es suficiente…Nada queda que hacer, padre.
-Felipo…
-No, padre, interrumpio el noble alzando la voz. En cuanto a ti…
Gigi quedó petrificado.
-No metas a tu hijo en esto, gritó Antonioni…
- Usted no está en posición de dar órdenes, !Aquí no tienen valor!…Giancarlo, susurró Felipo, ven con Papa…
Y sin embargo, al oír las palabras de Felipo, Gigi, en plena posesión de cabales, no hizo sino retroceder un par de pasos para ocultar su rostro en la oscuridad del hábito de Antonioni…Y de repente, un murmullo atronador reveló lo osado de aquel movimiento. Las miradas de los presentes se cruzaron buscando respuestas…Y sin embargo, Felipo, desgarrado por la ira, no pudo sino fruncir el ceño y mostrar su impotencia…Antonioni se convertía en el nuevo objetivo de Felipo…
-¿Qué le has hecho a mi hijo? ¡Cómo te atreves! ¡Maldito farsante!
Y Antonioni no escuchaba. Con las manos sudorosas acariciaba el pelo de Giancarlo…
Jamás conoció a nadie más valiente.

miércoles, 28 de enero de 2009

Miedo (XV)

Caminaban despacio y en silencio. Contenían la respiración cuando cualquier ruido apartaba su mirada del camino preestablecido. Giancarlo, de cuando en cuando, susurraba una melodía. Antonioni contaba los mojones del camino. Hacia el sur de Padua, en una de las zonas más bellas que él nunca había conocido, se abría paso la Universidad, una de las más antiguas de Italia. Antonioni nunca estuvo de acuerdo con la filosofía mantenida por la institución académica. De la mano de la República de Venecia, personajes como Galileo Galilei expusieron libremente sus teorías y contrariaron a la Iglesia Católica. No obstante, como buen jesuita, Antonioni tenía una extraña capacidad para abrirse a los nuevos tiempos. Cuando leyó por primera vez “Dialogo sobre los principales sistemas del mundo” entendió que el pisano no debía andar desencaminado. A fin de cuentas, el método científico al que Galilei aludía no era sino producto de uno de los designios divinos fundamentales: el hombre, sin fe en sus posibilidades, jamás hubiera accedido a la capacidad de razonar sobre su propia existencia. ¿Surgían dudas? ¿Preocupaciones? ¡Y qué!...un mal menor si la causa era dichosa. Sin embargo, lo que contrariaba al toscano era la oscura obsesión de determinados personajes a la hora de imponer posturas a la fuerza. ¡A caso eran molestos aquellos que seguían creyendo en la existencia de algo más allá de lo terreno!
Inesperadamente, Giancarlo aceleró el paso. A lo lejos, más cerca de lo que ambos se atrevían a pensar, se atisbaba el Palacio Bo, sede de la Universidad, centro logístico de la instrucción académica desde que la República de Venecia comprara el edificio a un prospero carnicero en 1539. La cabeza de Buey que decoraba el friso del frontón continuaba atestiguando aquel momento, inamovible en el tiempo, en el que la cultura irrumpió en Padua, cual sortilegio enigmático, atestiguando la llegada de un periodo de prosperidad absoluta…
-Mi padre…interrumpió Giancarlo. Mi padre debe estar ahí dentro. La secta…
-¡Un cenáculo! !En Padua! Exclamó el cura negro…
-Eso me temo. Es el precio que mi padre debía “pagar” para acceder a los secretos de la Octava Partida…
Antonioni observó como el gesto de Giancarlo se torcía a pasos agigantados. Atribulado por el peso de un alma en vilo, desesperada, casi inerte, Gigi respiraba con dificultad, sediento de paz, enquistado en aquella tormenta que inició al estar en el lugar incorrecto, en el momento menos adecuado. Recordaba los felices años, cuando su padre -ajeno al rumor del oleaje- deambulaba absorto por el dispensario de San Antonio, contemplando el estado de las obras que financiaba; cuando acudía a la capilla central a rezar el rosario cogiendo fuerte la mano de su primogénito; cuando salvar su alma, y con ello, huir de la tempestad terrena, era la más absoluta de las prioridades. Recordaba los días de vino y rosas, los presagios confirmados…Aquel perfumario, aquel infame Querenini… ¿Cuánto daño es capaz de hacer un solo hombre?
Giancarlo se retorció tratando de enclaustrar su columna en el lugar apropiado.
-¡Entremos! Exclamó…
-Gigi, ¿Estás seguro? Sabes que las cosas podrían arreglarse de otro modo…
-No, padre. Ahora mismo mi padre no es aquel al que yo conocí. Se ha transformado en un ser abominable. No le reconozco y todo es por culpa de ese maldito perfumario…
-¿Crees que sería capaz de utilizarlo?
-No le quepa duda.
-¿Crees que tiene miedo?
-Espero que sí...
Alfonso el Sabio lo tuvo, continuó Giancarlo, y por ello no logró su objetivo de unificar los reinos ibéricos. Al menos eso es lo que afirman...Es curioso, titubeó, Isabel de Castilla, católica como nadie, rechazó en todo momento este tipo de supersticiones...el miedo es tan relativo, logró unificar España casi sin proponerselo… ¿Cuestión de fe?, no lo creo…
-La fe no es el único factor que influye en los designios humanos, interrumpió Antonioni como intuyendo la respuesta de Giancarlo...
-Pero ciega…
-¿Y tu padre…?
-Mi padre lo está por las circunstancias. Presionado económicamente, se ha dejado llevar por una fe absurda, inconsciente, casi tribal y que, sin embargo, ha embaucado su alma...
-Entiendo, asumió Antonioni. Debemos impedir su aniquilación moral.
-Siempre que así lo quiera, prorrumpió Giancarlo…
Un silencio devastador se abrió paso bajo la espesa neblina que lo cubría todo. El palacio Bo esgrimía un aspecto grisáceo y turbador. Giancarlo probó a retorcer el pomo de la entrada principal. El óxido sonido alertó a Antonioni, ¿Qué sería de Giancarlo?

martes, 20 de enero de 2009

Miedo (XIV)

Aquel chiquilicuatro, que tantas dudas había abierto en el alma del jesuita, observaba la escena acurrucado en lo más alto de la doble escalinata que separaba el piso inferior de las estancias superiores. Su respiración se había acelerado al observar la llegada de Antonioni. ¿Querría inculparle? ¿Quizá protegerle? ¿Salvarle? ¿Y su padre?... ¿Qué sería de él sin su padre…?
-Quiero hablar con Maese Felipo, alcanzó a oír Giancarlo mientras el rostro del jesuita se oscurecía por momentos, como esperando respuestas ilusorias.
-A mi también me gustaría, replicó Ana con aire entre irónico y desgarbado. Lleva todo el día sin aparecer por casa y, sinceramente, no sé por donde empezar a buscar…estoy preocupada.
-Entiendo…continuó el toscano. Sin embargo, el asunto que vengo a despachar con su marido es de gran importancia. Tengo motivos para pensar que su integridad corre peligro.
El rostro de Ana Menzano, segundos atrás iluminado con un peculiar haz de luz que pugnaba por morir enclaustrado en sus pupilas, pareció consumido por hordas preocupaciones. El peso de su cuerpo, atribulado por la culpa, parecía forzar una caída sin remedio. Sin embargo, sacando fuerza de donde parecía no haberla, Ana supo reponer su figura y conservar un atisbo de serenidad no por ello forzada. Sin embargo, una explosión de sentimientos en aquel instante era poco menos que inevitable…
-¡Padre! ¡Ayúdenos, por favor…! ¡Ya no tengo fuerzas para soportar esta carga! ¡No puedo más! ¡No…no sé que hacer!
-No te preocupes Ana, estoy aquí para hacer todo lo que pueda por vosotros. A fin de cuentas…
(...)
-¡Sé donde puede estar mi padre…!
El eco de aquella voz aún resonaba a lo largo y ancho de toda la estancia. Giancarlo Menzano, menos rojizo que de costumbre, bajaba a toda prisa aquella robusta escalinata…
-Ahora sé que podemos confiar en usted. Confesó a Antonioni. ¡Vamos, acompáñeme…!
Ana Menzano se derrumbó entre sollozos. Antonioni, que contemplaba la escena entre aturdido y complacido por la confesión que encerraban aquellos ojos verdes, no dudó en absolver el alma incomprendida de aquella mujer con una simple y enternecedora señal de la cruz…interceder entre Dios y las almas pérdidas… ¿a caso sabía hacer otra cosa?

lunes, 19 de enero de 2009

Miedo (XIII)

Una neblina espesa encapotaba el horizonte, jugueteando con la noche, y convirtiendo las tabernas del Duomo en el mejor de los destinos posibles. Las mujeres públicas se refugiaban de la humedad que picoteaba sus escotes. Trapicheros y vagabundos pugnaban por un chaleco perdido…Padua se resistía a caer adormecida bajo el peso de la rutina. Antonioni, contraviniendo sus costumbres rutinarias, hacía lo propio. Vigilante, procurando no dar un paso en falso que diera con sus huesos en el pavimento, el toscano trataba de localizar el piso de los Menzano. Tampoco fue complicado. Aquel edificio, tosco, de estilo tardorrománico pero profusamente decorado, no pasaba desapercibido. La luz de los candiles, estratégicamente situados, otorgaba al inmueble un extraño halo de grandeza, sin embargo comedida. Nada a los ojos del vulgo parecía augurar lo que allí dentro sucedía. Nada salvo unos ojos verdosos que no lograron relacionar la presencia del cura negro con los buenos augurios de antaño.
La madre de Gigi hubiera servido de inspiración a los escultores griegos más refutados. Su pelo, antaño rubio, parecía oscurecido por el paso del tiempo, y sin embargo, Ana Menzano, conservaba una belleza ulterior que incomodó al propio sacerdote. Sus ojos -verdes hasta decir basta- paralizaron a Antonioni. Encerraban tantas preguntas, tantas dudas…tanto miedo. Encorsetada en un vestido propio de alguien de su alcurnia, aquella mujer no pudo disimular sus sentimientos. La culpa que reflejaba su rostro contrarió a Antonioni que, dejando al margen los convencionalismos que exigía cualquier visita sacerdotal a miembros de la hidalguía patavina, se limitó a enternecer la mirada e ir al grano…
-Querida Ana…susurró el sacerdote.
-Padre, ¿a qué debemos el honor?
-Disculpe las horas. Sé que no son las propias para recibir visitas…
-No tiene que incomodarse, reaccionó Ana. Las puertas de esta casa están abiertas de par en par para su merced.
-Te lo agradezco. Musitó Antonioni.
-Pase usted, padre…
Aquella estancia, radiantemente iluminada, era tan amplia como toda la iglesia de San Antonio. Los vanos que elevaban la altura de la misma, destacaban por su decoración de estilo renacentista, con escenas historiadas referentes al Pecado Original. Sin embargo, algo había cambiado desde la última visita del toscano. Pequeños detalles, que en otras circunstancias hubieran pasado desapercibidos a sus ojos, denotaban la situación económica harto precaria que amenazaba a los Menzano. El espacio que otrora dominara un majestuoso piano de cola, era hoy ocupado por una jardinera interior de dudoso gusto estético; los cuadros de refutados artistas italianos, que antaño Antonioni se deleitaba en observar cuando debía esperar la llegada de los Menzano, habían sido sustituidos por obras eclécticas, de autoría desconocida, así como por copias poco cuidadas de artistas como Rubens o Velásquez, los preferidos de Felipo Menzano. Incluso la estancia parecía oler de forma diferente. Los vaporosos aromas a jazmín, cuidadosamente conseguidos, habían dejado paso a un extraño aroma a mundanidad que al padre Antonioni pareció devolver a sus días de seminario, a aquellas antesalas repletas de jóvenes ilusionados por alcanzar un sueño…a aquellos días inciertos.
Un Ángel se posó en la garganta de Antonioni. Sus ojos, cargados de lágrimas apunto de ser expulsadas, le devolvieron a la realidad del momento. Ana Menzano, que competía en altura con el toscano, radiante, con aquellos inmensos ojos verdes abanderando el rostro más bello que Dios jamás pudo enviar a la tierra, ofrecía su mano al sacerdote….
Entonces pensó en Gigi y en la suerte de madre con la que Dios le había compensado. Magnífica creación del altísimo.

jueves, 15 de enero de 2009

Miedo (XII)

Del cuaderno de notas del padre Antonioni…

Y la muerte del mundo cae sobre mi vida. A penas logro sostener el peso de mis actos. Ser Jesuita no implica esta carga. Se muere el universo de una calma agonía…
Recuerdo aquellos años en que la puesta de sol no pesaba en mi conciencia. ¡Los extraño tanto…!
Y a duras penas me consumo al contemplarlos. Como lejanas melodías que me enfrentan al pasado.
Me enseñaron que el arrepentimiento lo era todo. Que cualquier error quedaba justificado bajo el seno redentor del altísimo. Pecar, ¿a caso importaba entonces?
Miedo, ¿quién no lo ha tenido? ¿Quién no lo ha sufrido? ¿Quién no lo ha vencido?
¿Es la fe suficiente cuando todo parece desmoronarse a tu paso?
Se consume el cielo entre sollozos.
Y aquel perfumario…
Sólo un deseo, un único deseo…

martes, 13 de enero de 2009

Miedo (X)

Antonioni volvió la vista al perfumario. Aquella inscripción…”pleito o postura que home face por miedo non debe valer”
“No debe valer…”, se repetía.
El toscano volvió entonces a las palabras, otrora vacías, del pequeño de los Menzano. Escondido en aquella diminuta fresquerilla, sin a penas aire con el que renovar el oxígeno, Gigi, rojizo por naturaleza, sentía estallar sus entrañas. Felipo Menzano, mientras tanto, relajaba el ceño jugueteando con aquel perfumario: sus sueños, hasta los más ocultos, se harían realidad si no tenía miedo…"sin miedo", parecía querer convencerse... Su interlocutor, apremiado por la ausencia de luz, se puso en marcha no sin arrancar una promesa de los ojos verdosos de Felipo: las puertas de Padua quedaban abiertas a la hermandad desde aquel instante..."!qué tiemble Italia!", se recordó pensando Antonioni.
Mientras tanto, Gigi observaba a su padre, incomodo, aturdido, y más tras comprobar que buena parte de sus miembros permanecían adormecidos ante la prolongada inactividad física. Tal era su estupor que a penas logró encadenar dos bocanadas frescas de aire cuando Felipo Menzano abandonó su despacho… Aquel perfumario seguía allí , recordó Antonioni disgustado: qué podía hacer Gigi sino evitar la ruina moral de su padre...quién no hubiera hecho lo mismo.
Mientras volvía a repasar las palabras de Gigi, Antonioni anotaba en su diario personal los aspectos más relevantes de la conversación: datos sobre la probable herejía, el mensaje inscrito en aquel perfumario, la situación de la familia Menzano…el rostro de Gigi, como olvidar aquella faz petrificada bajo el peso del reo que se sabe inocente pero sometido al peor de los males posibles: la terrible cadencia del miedo.
Sin embargo, no todo estaba perdido. Si algo había aprendido Antonioni a lo largo de tantos años en franca comunión con el Santo Padre era su indudable capacidad para confirmar la inocencia de las almas quebrantadas por la sinrazón. Cabía prestar una mano al Altísimo, se consoló...
El cura negro se acicaló con sus mejores galas: la albilla blanca resplandeciente, el hábito impoluto, el mejor de todos los que poseía, con las características inscripciones alusivas al corazón de Jesús y a San Ignacio…aquel perfumario…”mejor guardarlo en lugar seguro”, pensó Antonioni mientras llevaba a cabo una mirada superficial alrededor de la estancia. “!El relicario de San Antonio!, ¿habrá en Padua un lugar más seguro que éste?”.
Antonioni sabía de antemano la respuesta a su propia pregunta. Sin embargo, aquellos, no eran sino los tiempos más extraños que jamás le había tocado vivir.
El piso de los Menzano, en la Piazza del Duomo, no quedaba lejos de allí…