En el rondar de las horas en aquella destartalada capilla, Antonioni pudo ordenar sus pensamientos. Felipo Menzano estaba dispuesto a ofrecer el alma del jesuita al brazo secular si no colaboraba en la causa que la secta patavina por él fundada defendía, a saber, acabar con la influencia de la religión en pro de un supuesto nuevo “amanecer” de los tiempos… Al toscano, sin embargo, no parecía preocuparle su destino. Se repetía a sí mismo que Dios era el único ente capaz de arrojar justicia verdadera. Alcanzar la salvación exigía sacrificios, nuestro padre Jesucristo bien los llevó a cabo. A Antonioni, como decimos, no le preocupaba salvaguardar su integridad. Dios se encargaría de ello en la otra vida. Sus divagaciones se centraban en exclusiva en la figura de aquel mozalbete que en apenas unos días había pasado de chiquilicuatre a adulto. Son las circunstancias de la vida, no cabe duda, las que nos hacen fuertes, se repetía…Y Giancarlo; con el rostro roído por el peso de la culpa, había dejado, para siempre, de ser el mismo. Tardó Antonioni en deducir el lugar exacto en que se encontraba. Fue allá por el año 1305 cuando concluyeron las obras de la por entonces capilla de Santa María de la Caridad, erigida por orden de Enrico Scrovegni, hijo de usurero, que pretendía con esta magna obra el purgar, según decían, los pecados perpetrados por su padre. Antonioni nunca entendió porque la Iglesia Católica continuaba considerando pecado el préstamo cuando, y no eran pocos los casos por él conocidos, muchos de los prelados cercanos al Santo Padre practicaban dichas prebendas jugando con las propias contradicciones que generaba el sistema. Sabedor de los males que acechaban la esquina de la fe católica, el padre Antonioni no se sentía precisamente cómodo entre esas cuatro húmedas paredes decoradas con frescos aún pigmentando. Y más cuando Felipo, probablemente el ser al que más odiaba de toda la faz de la tierra, parecía husmear de cuando en cuando entre las rendijas del portón…como sabiéndose descubierto, cómo disfrutando del acto de mantener a un religioso encarcelado en contra de su propia voluntad…
Sin previo aviso la voz de Giancarlo alumbró la estancia.
-Padre, ¿Es usted?
-Giancarlo, ¿Qué haces aquí?
-He venido a ayudarle…
Giancarlo forzó la cerradura, como tantas veces hubo hecho antaño. El sonido del trajinar de la varilla incomodó al toscano, preocupado de la integridad del menor. Gigi, como conociendo el estado alterado en que debía encontrarse su confesor lo tranquilizó asomado entre los barrotes…
-Tranquilo padre, no estoy sólo…
-Verá, él no era quién creíamos…
-¿A qué te refieres? Dudó Antonioni…
- A Querenini…
La puerta dio un estruendo hacia delante y ambos cruzaron el umbral. Los estigmas de aquel hombre no eran sino producto de la maldad despiadada de Felipo. A Antonioni no le sorprendió la noticia. Aquella herida secreta que tanto escocía su alma alcanzaría a supurar cuando diera con los huesos de Felipo lejos de Giancarlo…Si Querenini venía a colaborar en su misión, bienvenido fuera…
-Salgamos, padre…
Antonioni no pudo ocultar lo que sentía. En un raudo movimiento, abrazó a Giancarlo que, entre sollozos, no pudo, ni quiso, esquivar “el golpe”…
-Gracias, Giancarlo…
-No hay de que. Además, todo ha sido gracias a Querenini…
-Llamadme Jean, interrumpió aquel mientras se atusaba el pelo…
Antonioni tardó unos segundos en adaptarse al medio. Una vez en el exterior, alzó la mirada hacia la que había sido su celda las últimas horas…Por primera vez se olvidó de dar gracias a Dios…No en vano, la amistad también puede llegar a ser divina.
Un lápiz en la mano
Hace 6 años
No hay comentarios:
Publicar un comentario