lunes, 23 de febrero de 2009

Miedo (XVI)

Ni uno de los allí presentes se mostró excesivamente turbado. La serenidad que reflejaban sus rostros, contrarrestaba con la turbación de aquellas dos almas osadas que habían decidido interrumpir el curso del cenáculo. Quien sabe, quizá esperaban que algo así ocurriera. Sin duda, que un cura y un quinceañero fueran, finalmente, los protagonistas de sus peores augurios no era sino un mal menor. Una redada inquisitorial, que duda cabe, hubiera provocado consecuencias diferentes…
Antonioni tardó unos segundos en adaptar su visión a las nuevas circunstancias. El palacio Bo era más sobrio de lo que parecía esperar. La escasa iluminación del recinto, que los presentes intentaron contrarrestar bajo el efecto de una veintena de candelillas preparadas para la ocasión, no permitía distinguir excesivos alardes decorativos. Sin embargo, lo que centró la actividad neuronal del toscano en aquellos eternos segundos fue identificar a los presentes…aquella docena de ovejas descarriadas que entorno a un tablero de forma octogonal le examinaban sin descanso. Hubo dos rostros que no logró identificar, y al no hacerlo, pasaron desapercibidos de forma casi inconsciente. Sin embargo, su corazón quedó mermado al observar el gesto sombrío y recio de Aquiliani, uno de los otrora asiduos a sus homilías, mercader que hizo lo imposible para ignorar el cruce de miradas que Antonioni esperaba con pasión, casi con ira contenida. Que los Aspartuto, que denotaban cierta culpa en sus rostros, trataran de ocultar su identidad gracias a las caperuzas no pasó inadvertido al toscano. Tampoco le sorprendió en demasía que la secta lograra captarlos. Resulta sencillo renegar del Altísimo cuando su designio es incapacitar al amor para engendrar descendientes…
Sin embargo, Antonioni quedó petrificado al ver como Felipo Menzano, que parecía presidir la velada, esgrimía una mirada amenazante que paralizó a Giancarlo. Ningún sonido en el mundo hubo podido alterar aquel instante. Gigi apretó fuerte el brazo de su confesor…
-Giancarlo, hijo. ¿Qué haces aquí?, le reprendió Felipo…
-Padre…yo.
-Felipo, interrumpió el cura negro. Pídeme a mi las explicaciones…te las daré encantado.
-Los jesuitas siempre metéis el hocico donde no os importa, ¿verdad?, exclamó Felipo irónicamente.
- Si Dios lo quiere…
- Tu Dios no tiene nada que ver en esto. Habéis osado interrumpir una reunión privada y exijo una explicación…
El rostro de Felipo se iba encorelizando por momentos y parecía empequeñecer las razones que Antonioni tenía preparadas de antemano…
-¿Tienes miedo, Felipo? Se atrevió a preguntar…
-Más deberíais tener los jesuitas, sentenció Felipo.
-¿Cómo te atreves?...
- El tiempo de dominación ha concluido, “padre”. Primero Portugal, Francia…pronto España, Italia…y por fin Roma, caerán a la evidencia de un mañana mejor, las luces lo harán todo visible…las miserias, los errores, deben ser erradicados. El jesuitismo ha de caer y así será. Sois una plaga, una maldita plaga que no ha hecho más que extenderse en silencio, sin llamar la atención…pero nosotros gritamos más ahora, somos más fuertes, mejor preparados, y está en nuestras manos acabar con vuestra influencia…sí, es cierto, en los últimos años no habéis hecho otra cosa que conspirar en nuestra contra, pero ya no es suficiente…Nada queda que hacer, padre.
-Felipo…
-No, padre, interrumpio el noble alzando la voz. En cuanto a ti…
Gigi quedó petrificado.
-No metas a tu hijo en esto, gritó Antonioni…
- Usted no está en posición de dar órdenes, !Aquí no tienen valor!…Giancarlo, susurró Felipo, ven con Papa…
Y sin embargo, al oír las palabras de Felipo, Gigi, en plena posesión de cabales, no hizo sino retroceder un par de pasos para ocultar su rostro en la oscuridad del hábito de Antonioni…Y de repente, un murmullo atronador reveló lo osado de aquel movimiento. Las miradas de los presentes se cruzaron buscando respuestas…Y sin embargo, Felipo, desgarrado por la ira, no pudo sino fruncir el ceño y mostrar su impotencia…Antonioni se convertía en el nuevo objetivo de Felipo…
-¿Qué le has hecho a mi hijo? ¡Cómo te atreves! ¡Maldito farsante!
Y Antonioni no escuchaba. Con las manos sudorosas acariciaba el pelo de Giancarlo…
Jamás conoció a nadie más valiente.