miércoles, 9 de septiembre de 2009

Miedo. Epílogo. ¿Cruzarás sin miedo? (I)

Madrid, 1 de abril de 1767.

El Conde de Aranda leía con atención. Con el rostro sereno y las facciones lastradas por la vocación militar asumida, el presidente del Consejo de Castilla, como alcanzado por el espíritu de Federico el Grande, lanzó una postrera bocanada de aire y firmó el documento. Asumir la presidencia de la institución más importante del Reino fue todo un reto para alguien acostumbrado a guerrear en otros fangos. Los episodios de sedición y rebeldía que meses antes habían dado con los huesos de Esquilache en el exilio y con la integridad del monarca en serio entredicho acabaron con Aranda al frente del colectivo que debía tomar las decisiones más importantes del siglo…El fiscal Campomanes lo tuvo claro desde un primer momento: “era el momento”, se repetía, “no tendremos una ocasión igual para llevar a cabo el plan…”. Aranda era más escéptico. Cierto era que su vocación al frente del Consejo intentaba ser reformista, muy influenciado por la visión ilustrada de Voltaire y otros intelectuales franceses, Aranda creía en la necesidad de impulsar el regalismo a toda costa…Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, el estadista parecía contrariado ante lo que se avecinaba. Firmar aquel decreto, no en vano, suponía la expulsión de facto de todos los jesuitas en territorio español, ¿Era del todo justo tal proceder? ¿Será el destierro la mejor de las soluciones posibles?...
-Señor, interrumpió el servicio…
-¿Sí? Preguntó Aranda aún inmerso en sus divagaciones y con la mirada puesta en el decreto de extrañamiento…
-Un hombre pregunta por usted. Dice tratarse de un asunto urgente…
-¿Su nombre? Dudó Aranda…
-Felipo Menzano.


Padua, abril de 1765.
-¡Cuidado! No querrás que nos descubran…
Avanzaban a paso ajado, macilento, como sabiéndose descubiertos en cada esquina, tras cada encontronazo. El juicio público estaba apunto de empezar y todavía quedaban por atravesar un par de callejuelas hasta llegar al Palazzo Moroni, en cuyos exteriores el gentío parecía extasiado, sabedores de que el espectáculo estaba apunto de comenzar.
Padua había cambiado, mejor dicho, los patavinos habían cambiado. El germen de la desconfianza había eclosionado una vez fueron publicados los cargos. Todo parecía tan distinto. Hasta el aire, antaño cargado de humedad, parecía asolado por un genocida y perpetuo calor estival. Padua había cambiado.
-Apresúrate o no podremos hacer nada…
-Lo sé, lo sé. ¡Hago lo que puedo!
Nada más lejos de la realidad. Querenini, sabedor del sufrimiento que podría causar en Giancarlo el probable mal estado físico en que debía encontrarse su confesor, hacía lo posible para atrasar el momento…Primero simuló torcerse el tobillo, después un terminal ataque de asma y, por último, una presunta horda de perseguidores al acecho…
Sin embargo, Giancarlo sólo podía pensar en avanzar hasta la plaza para, una vez allí, hacer lo posible para liberar a Antonioni.
Giancarlo jamás comprendió los motivos que llevaron al toscano a entregarse a las autoridades. Tras los sucesos de la capilla de los Scrovegni, Giancarlo tenía otros planes…huir hacia el lugar más recóndito y una vez allí, iniciar una nueva vida alejados de Felipo y el yugo opresor de quienes apoyaban su causa. Sin embargo, Antonioni, parco en astucias, nunca quiso escuchar a su pupilo. Tengo otros planes Giancarlo, solía repetir. Al alba del cuarto sol tras la huida, Antonioni desapareció dejando atrás una nota de despedida.
“No olvides rezar por mi”, decía la nota. Y Gigi cumplió lo establecido.
-¡Llegamos justo a tiempo! Balbuceó Giancarlo. ¡Vamos! ¡Aún queda cruzar la plaza!
- De acuerdo...
Los alrededores del Palazzo Moroni estaban abarrotados de gentes procedentes de toda Padua. Familias enteras, ataviadas con lo prácticamente necesario como para pasar una jornada fuera de casa, esperaban impacientes que comenzará aquella demostración de fuerza frente a la falsedad demostrada por aquel cura negro al que la mayoría relacionaban ya con los brotes de peste de los últimos diez años…
-Padre, ¿Qué estamos esperando? Gritó uno de los niños contra los que Giancarlo tropezaba en su intentó por aproximarse a la tribuna…
- A que se haga justicia, contestó el progenitor con restos de harina aún entre las comisuras de los labios y la frente…
Bastardo, pensó Giancarlo. Maldecía, es cierto. Maldecía a cada paso. Contra todos los presentes. Enjuiciaba los motivos que les hacían creer aquella falsedad. Querenini parecía en una nube. Un jesuita impotente, disfrazado para pasar desapercibido entre la prole. Qué sino el miedo podía asolar con mayor fuerza la moral de una comunidad. En aquel instante no cabía duda posible. Afloraban los peores instintos, los prejuicios, los rumores…la soledad; la soledad de aquel que tiene las de perder…triunfaba el poder, la maldad de aquellos capaces de manejar el miedo a su antojo. Ninguno de los presentes podría manipular el perfumario a su antojo. El miedo les petrificaba el alma. Absurda contradicción. Poderosa herejía. Voraz lobo humano…
A medio camino replicaron las campanas. Aquellos que susurran hicieron silencio. El juicio iba a dar comienzo. En la oscuridad de un pasillo subterráneo, con la luz cegando la vista al caminar, un hombre con sotana desgarrada, de aspecto enjuto y cuerpo demacrado oraba en silencio. Era el final del camino, no existía el miedo.
-Giancarlo, sabes de sobra…arguyó el padre Querenini.
-Estoy bien, padre. Sólo quiero verle sonreír.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Miedo (XX). Se cierra el círculo (III).

En el rondar de las horas en aquella destartalada capilla, Antonioni pudo ordenar sus pensamientos. Felipo Menzano estaba dispuesto a ofrecer el alma del jesuita al brazo secular si no colaboraba en la causa que la secta patavina por él fundada defendía, a saber, acabar con la influencia de la religión en pro de un supuesto nuevo “amanecer” de los tiempos… Al toscano, sin embargo, no parecía preocuparle su destino. Se repetía a sí mismo que Dios era el único ente capaz de arrojar justicia verdadera. Alcanzar la salvación exigía sacrificios, nuestro padre Jesucristo bien los llevó a cabo. A Antonioni, como decimos, no le preocupaba salvaguardar su integridad. Dios se encargaría de ello en la otra vida. Sus divagaciones se centraban en exclusiva en la figura de aquel mozalbete que en apenas unos días había pasado de chiquilicuatre a adulto. Son las circunstancias de la vida, no cabe duda, las que nos hacen fuertes, se repetía…Y Giancarlo; con el rostro roído por el peso de la culpa, había dejado, para siempre, de ser el mismo. Tardó Antonioni en deducir el lugar exacto en que se encontraba. Fue allá por el año 1305 cuando concluyeron las obras de la por entonces capilla de Santa María de la Caridad, erigida por orden de Enrico Scrovegni, hijo de usurero, que pretendía con esta magna obra el purgar, según decían, los pecados perpetrados por su padre. Antonioni nunca entendió porque la Iglesia Católica continuaba considerando pecado el préstamo cuando, y no eran pocos los casos por él conocidos, muchos de los prelados cercanos al Santo Padre practicaban dichas prebendas jugando con las propias contradicciones que generaba el sistema. Sabedor de los males que acechaban la esquina de la fe católica, el padre Antonioni no se sentía precisamente cómodo entre esas cuatro húmedas paredes decoradas con frescos aún pigmentando. Y más cuando Felipo, probablemente el ser al que más odiaba de toda la faz de la tierra, parecía husmear de cuando en cuando entre las rendijas del portón…como sabiéndose descubierto, cómo disfrutando del acto de mantener a un religioso encarcelado en contra de su propia voluntad…
Sin previo aviso la voz de Giancarlo alumbró la estancia.
-Padre, ¿Es usted?
-Giancarlo, ¿Qué haces aquí?
-He venido a ayudarle…
Giancarlo forzó la cerradura, como tantas veces hubo hecho antaño. El sonido del trajinar de la varilla incomodó al toscano, preocupado de la integridad del menor. Gigi, como conociendo el estado alterado en que debía encontrarse su confesor lo tranquilizó asomado entre los barrotes…
-Tranquilo padre, no estoy sólo…
-Verá, él no era quién creíamos…
-¿A qué te refieres? Dudó Antonioni…
- A Querenini…
La puerta dio un estruendo hacia delante y ambos cruzaron el umbral. Los estigmas de aquel hombre no eran sino producto de la maldad despiadada de Felipo. A Antonioni no le sorprendió la noticia. Aquella herida secreta que tanto escocía su alma alcanzaría a supurar cuando diera con los huesos de Felipo lejos de Giancarlo…Si Querenini venía a colaborar en su misión, bienvenido fuera…
-Salgamos, padre…
Antonioni no pudo ocultar lo que sentía. En un raudo movimiento, abrazó a Giancarlo que, entre sollozos, no pudo, ni quiso, esquivar “el golpe”…
-Gracias, Giancarlo…
-No hay de que. Además, todo ha sido gracias a Querenini…
-Llamadme Jean, interrumpió aquel mientras se atusaba el pelo…
Antonioni tardó unos segundos en adaptarse al medio. Una vez en el exterior, alzó la mirada hacia la que había sido su celda las últimas horas…Por primera vez se olvidó de dar gracias a Dios…No en vano, la amistad también puede llegar a ser divina.