viernes, 27 de agosto de 2010

Epílogo II. ¿Cruzarás sin miedo?


Madrid, 2 de abril de 1767
- Efectividad y sigilo, esgrimió Campomanes.
El fiscal parecía extasiado ante el devenir de los acontecimientos. El monarca había aceptado sin reflexión previa firmar el documento de extrañamiento. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Además, que Felipo Menzano apareciera derepente en el despacho de Aranda fue una auténtica bendición. Cara a cara, Felipo y Campomanes parecían felicitarse mutuamente con la mirada. Sólo cabía recuperar el perfumario, la misión otrora más sencilla, y un nuevo orden mundial se abriría paso.
-La operación de expulsión se hará efectiva en unas horas. Continuó el fiscal. Pronto libraremos al vulgo del yugo ignaciano, ¡Y un nuevo amanecer alumbrará Europa entera!
-Brindo por ello, sugirió Felipo alzando su copa de Brandy.
-Escucha Felipo- El rostro de Campomanes dejó atrás la excitación precedente y pareció cargarse de un odio de los que anuncian tormenta. Es prioritario para la misión recuperar el perfumario. Sabes de sobra lo que está en juego. Los sacrificios serán recompensados. Cuando llegue el momento…
-Sin duda, -replicó Felipo-, hablará, estoy seguro, frente al cadalso todo hombre acaba confesando, incluso los mentalmente mejor preparados.
-Pero, ¿Y si no fuera él quien posee el perfumario?
-¿Qué insinúas?
-Yo también he movido a mis informantes Felipo. Y están muy cerca de dar con él…
-! Giancarlo! El rostro sereno de Menzano se tensó como la piel del tambor.


Padua, abril de 1767.
A las doce en punto, como solía ocurrir en Padua, el padre Antonioni dejaría de ser habitante de la sangre terrenal para encontrarse con el creador. Rezaba, qué más podía hacer, pero no para salvar su alma, más bien al contrario, para prolongar la existencia terrenal del joven Giancarlo, al que tanto había aprendido a querer y a respetar. Mientras, Giancarlo y Querenini luchaban por hacerse un hueco entre la multitud utilizando la palabra y la fuerza bruta a partes iguales. De pronto, Antonioni alzó la mirada y los vio, a unos treinta metros. Sus pulsaciones aumentaron y su corazón entró en alerta, ¡Dios mío! ¡Qué hacían allí!
De repente, el sonido de timbales y trompetas despertó al aburrido gentío que estalló extasiada sabiendo que pronto se derramaría sangre. Querenini y Giancarlo se hallaban ya frente a la tribuna sobre la cual se elevaba el cadalso, Antonioni miró a Gigi y, sin pronunciar palabra, el joven asumió el mensaje bajando brevemente la cabeza en señal de arrepentimiento. Querenini observaba los acontecimientos que se iban sucediendo sobre sus hombros. La llegada del alcalde de Padua, la lectura del dictamen de ajusticiamiento, los gritos desaforados de los presentes…había que salir de allí, poco podían hacer por Antonioni.
-Vamos Giancarlo, debemos salir de aquí. Antonioni…
Justo entonces bajó la vista y donde otrora recordó observar a Giancarlo petrificado ante la severa mirada y el ceño fruncido de Antonioni no había más que restos de pescado crudo y paja molida.
-¡Dios mío! ¡Giancarlo!
Querenini miró a Antonioni en busca de una señal que le ayudara a dejar atrás el estado de excepción en que se hallaba su cuerpo. Sin embargo, el rostro de Antonioni ya había sido cubierto por el escapulario.
-¿Qué pretendes Giancarlo?