No esperó Antonioni a que el primer gallo cacareara extasiado aquella fría mañana de marzo. En silencio, y portando entre sus manos aquel maldito perfumario, cerró el portón de San Antonio y caminó guiado por los arrítmicos latidos de su corazón. No soportaba más aquel peso que lastraba su conciencia. Antonioni, como buen jesuita, había adquirido una capacidad sorprendente para perdonar a sus semejantes. Felipo Menzano había ido demasiado lejos. Aquella noche en el Palacio Bo trastocó los planes vitales del toscano. Alejar a Giancarlo de la ignominia era ahora su objetivo. Antonioni tomó la primer callezuela a la derecha, apenas a doscientos metros de su amada Iglesia. Entonces, conteniendo en la medida de lo posible la respiración, miró a su alrededor…silencio, ¡bendito silencio!
Una vez más, Antonioni repitió idénticos movimientos, primero a un lado, luego al otro…y silencio. A continuación, extrajo de su hábito aquel perfumario. Los primeros rayos de sol coloreaban el contenido del mismo, otrora traslúcido. Antonioni no pudo sino trasladar su atención al mismo. Sin embargo, en un arrebato producto de la ira acumulada, Antonioni forzó la apertura del perfumario y, lentamente, vertió su contenido en la alcantarilla que humeaba bajo sus pies. Aquel líquido pareció brillar más si cabe una vez en contacto con las heces putrefactas. Los secretos alquímicos que tanto anhelaba Felipo eran historia, Padua volvía a estar a salvo…Antonioni sintió una sensación de paz casi mística, inexplicable, mayestática. De repente, al intentar deshacer sus pasos, un golpe secó sesgó de cuajo los recuerdos de una sensación irrepetible.
¿Qué sería de Giancarlo?
Un lápiz en la mano
Hace 6 años
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