miércoles, 29 de julio de 2009

Miedo (XX). Se cierra el círculo (I).

“Giancarlo, giancarlo”…continuó aquella voz. “¿Sabes lo mal que lo está pasando tu padre con todo esto?; ¿A caso imaginas lo que supone para un progenitor tener que repudiar públicamente a su primogénito? No, Giancarlo. No tienes ni la más remota idea. Eres muy joven y ello puede excusar tu rebeldía. Pero has ido demasiado lejos, y lo sabes”…
Ciertamente, Giancarlo desconocía la identidad de aquel lánguido y desaliñado personaje. No obstante, más que el discurso por él pronunciado, lo que preocupaba al joven Gigi es que se había interpuesto en su camino. Su interlocutor, que denotó que el objetivo real de Giancarlo no era escuchar sus palabras, se vio forzado a ampliar su campo de acción. Tras un movimiento brusco, agarró con fuerza los incipientes músculos superiores del joven y procedió hablándole a escasos centímetros de los ojos, desprendiendo un aliento de taberna casi irrespirable…
-¡Escucha piltrafilla! ¡No volverás a obviar las palabras de un superior!
-¿Superior? -se preguntó Giancarlo- sólo Dios lo es…
-¿Dios? -Gigi continuó forcejeando con su captor- ¡Dios, dices! ¡Dime, Giancarlo!, ¿Dónde está Dios ahora? ¿Por qué no te ayuda a escapar? ¿Por qué no lo hace?
-¡Está bien, pare! ¡Me hace daño! ¡Le escucharé, le escucharé…!


Antonioni despertó entre humedad y vapor de aire. Un dolor fuerte en el techo de su condición humana le impedía organizar pensamientos, así que se dedicó por un instante a procurar adaptar su parca visión a las circunstancias, sombrías, del lugar en que se hallaba encadenado. Gritar no hubiera valido de nada. Los gruesos muros de aquella gélida estancia así lo aconsejaban. De repente, un pequeño candil iluminó el portón de lo que, ahora sí, parecía ser una pequeña capilla lateral dejada de la mano de Dios. Con tres forzados movimientos, el elemento sustentante de aquel haz lumínico hizo acto de presencia. Paralizado por el miedo, Antonioni no pudo articular palabra. Siquiera lo intentó. No era la primera vez, pensó, que un hombre pretendía tomar la justicia divina y hacerla propia…
-Felipo, ¿Dónde está Giancarlo?


¡Es él! ¡No cabe duda!, pensó Giancarlo mientras aquel espécimen de encías sangrantes se obcecaba con hacerle caminar rápido, a la par que sin llamar la atención de los transeúntes. Pero, ¿Cómo era posible?, ¿Qué hacía él aquí?...
-No te retrases, sigue caminando, insistió el captor, aún queda un largo trecho…
-Ten, ¿Quieres un poco de agua?, añadió como obligado por una doble moral difícil de ocultar…
-Gra...gracias…
Al saciar su sed, Giancarlo sintió un impulso renovado por calmar la curiosidad que le reconcomía. Haciendo gala de una extrema valentía y una honda serenidad en la cadencia vocal, Giancarlo cerró el recipiente suavemente y preguntó:
-¿Es usted Querenini., verdad?


-No estás en posición de hacer más preguntas cura negro, respondió Menzano con aura de incongruente superioridad.
Antonioni, en un impulsó arrebatadoramente mundano, trató de agarrar el tobillo de Felipo en un ademán torpe y carente de confianza. El toscano, por momentos irreconocible, seguía y seguía insistiendo en golpear al garante de sus problemas. Movimientos poco productivos. Apenas dos minutos después el cansancio inundó las arterias del jesuita…
- ¿Puedo continuar, padre?
Felipo respondió por él mismo.
-Bien, como le estaba diciendo, su situación es harto compleja. Tenemos varios testigos que le han visto arrojar un líquido extraño al alcantarillado público en una callejuela cercana a la Iglesia que usted regenta. Asimismo, hemos encontrado una serie de cuadernos de notas, que expertos en el tema continúan analizando, y en los que parece hacer referencia a la presencia de una secta en la villa de Padua…
-¡Cómo te atreves! Arremetió Antonioni con la dureza de una voz lastrada por la falta de sueño…
-¡Eres tú el protagonista de esta pesadilla! ¡Tú, farsante insolente! ¿Cómo puedes hacerle esto a tu hijo? ¡Pobre Giancarlo! ¡Dios te maldiga!...

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