miércoles, 28 de enero de 2009

Miedo (XV)

Caminaban despacio y en silencio. Contenían la respiración cuando cualquier ruido apartaba su mirada del camino preestablecido. Giancarlo, de cuando en cuando, susurraba una melodía. Antonioni contaba los mojones del camino. Hacia el sur de Padua, en una de las zonas más bellas que él nunca había conocido, se abría paso la Universidad, una de las más antiguas de Italia. Antonioni nunca estuvo de acuerdo con la filosofía mantenida por la institución académica. De la mano de la República de Venecia, personajes como Galileo Galilei expusieron libremente sus teorías y contrariaron a la Iglesia Católica. No obstante, como buen jesuita, Antonioni tenía una extraña capacidad para abrirse a los nuevos tiempos. Cuando leyó por primera vez “Dialogo sobre los principales sistemas del mundo” entendió que el pisano no debía andar desencaminado. A fin de cuentas, el método científico al que Galilei aludía no era sino producto de uno de los designios divinos fundamentales: el hombre, sin fe en sus posibilidades, jamás hubiera accedido a la capacidad de razonar sobre su propia existencia. ¿Surgían dudas? ¿Preocupaciones? ¡Y qué!...un mal menor si la causa era dichosa. Sin embargo, lo que contrariaba al toscano era la oscura obsesión de determinados personajes a la hora de imponer posturas a la fuerza. ¡A caso eran molestos aquellos que seguían creyendo en la existencia de algo más allá de lo terreno!
Inesperadamente, Giancarlo aceleró el paso. A lo lejos, más cerca de lo que ambos se atrevían a pensar, se atisbaba el Palacio Bo, sede de la Universidad, centro logístico de la instrucción académica desde que la República de Venecia comprara el edificio a un prospero carnicero en 1539. La cabeza de Buey que decoraba el friso del frontón continuaba atestiguando aquel momento, inamovible en el tiempo, en el que la cultura irrumpió en Padua, cual sortilegio enigmático, atestiguando la llegada de un periodo de prosperidad absoluta…
-Mi padre…interrumpió Giancarlo. Mi padre debe estar ahí dentro. La secta…
-¡Un cenáculo! !En Padua! Exclamó el cura negro…
-Eso me temo. Es el precio que mi padre debía “pagar” para acceder a los secretos de la Octava Partida…
Antonioni observó como el gesto de Giancarlo se torcía a pasos agigantados. Atribulado por el peso de un alma en vilo, desesperada, casi inerte, Gigi respiraba con dificultad, sediento de paz, enquistado en aquella tormenta que inició al estar en el lugar incorrecto, en el momento menos adecuado. Recordaba los felices años, cuando su padre -ajeno al rumor del oleaje- deambulaba absorto por el dispensario de San Antonio, contemplando el estado de las obras que financiaba; cuando acudía a la capilla central a rezar el rosario cogiendo fuerte la mano de su primogénito; cuando salvar su alma, y con ello, huir de la tempestad terrena, era la más absoluta de las prioridades. Recordaba los días de vino y rosas, los presagios confirmados…Aquel perfumario, aquel infame Querenini… ¿Cuánto daño es capaz de hacer un solo hombre?
Giancarlo se retorció tratando de enclaustrar su columna en el lugar apropiado.
-¡Entremos! Exclamó…
-Gigi, ¿Estás seguro? Sabes que las cosas podrían arreglarse de otro modo…
-No, padre. Ahora mismo mi padre no es aquel al que yo conocí. Se ha transformado en un ser abominable. No le reconozco y todo es por culpa de ese maldito perfumario…
-¿Crees que sería capaz de utilizarlo?
-No le quepa duda.
-¿Crees que tiene miedo?
-Espero que sí...
Alfonso el Sabio lo tuvo, continuó Giancarlo, y por ello no logró su objetivo de unificar los reinos ibéricos. Al menos eso es lo que afirman...Es curioso, titubeó, Isabel de Castilla, católica como nadie, rechazó en todo momento este tipo de supersticiones...el miedo es tan relativo, logró unificar España casi sin proponerselo… ¿Cuestión de fe?, no lo creo…
-La fe no es el único factor que influye en los designios humanos, interrumpió Antonioni como intuyendo la respuesta de Giancarlo...
-Pero ciega…
-¿Y tu padre…?
-Mi padre lo está por las circunstancias. Presionado económicamente, se ha dejado llevar por una fe absurda, inconsciente, casi tribal y que, sin embargo, ha embaucado su alma...
-Entiendo, asumió Antonioni. Debemos impedir su aniquilación moral.
-Siempre que así lo quiera, prorrumpió Giancarlo…
Un silencio devastador se abrió paso bajo la espesa neblina que lo cubría todo. El palacio Bo esgrimía un aspecto grisáceo y turbador. Giancarlo probó a retorcer el pomo de la entrada principal. El óxido sonido alertó a Antonioni, ¿Qué sería de Giancarlo?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Progresa adecuadamente, mi vida. Qué emoción!

Anónimo dijo...

Vuelvo a estar al día, cada vez más grande, jorge.