Describir el apogeo de lo hispánico y su posterior declive a través de las enormes lentes de Francisco de Quevedo y Villegas, sería a todas luces un excelente argumento cinematográfico. No en vano, nuestro protagonista nació en 1580, recién lograda la hasta entonces utópica unión ibérica, y expiró en 1645, tan sólo dos años después de la gran derrota de Rocroi y de la caída en desgracia de Olivares.
Hacer balance de su andadura vital nos robaría demasiadas líneas. Además, para cumplir con el objetivo propuesto, debemos prestar mayor atención a su pluma, a aquello que de Quevedo está presente en Pablos, su -podríamos decir- alter ego en El Buscón, a la postre única novela de este insigne madrileño.
Al hablar de Quevedo, debemos asumir que se trata de una de las figuras más complejas y contradictorias de la historia de las letras, un personaje que aún hoy despierta agrios debates entre los expertos y que personifica como nadie lo que fue el pensamiento barroco hispánico. A Quevedo se le han atribuido cuatro almas, dos personalidades enfrentadas…No cabe duda de que hablamos del mejor arquetipo barroco. Intransigente, solitario, extravagante y, a pesar de ello, el mejor símbolo de la grandeza hispánica en la decadencia.
Afirma Maurice Molho que El Buscón “es uno de los libros más resbaladizos de la cultura habsbúrgica y del que nadie puede sentirse seguro de haber producido una lectura coherente, exacta y definida”. Por afinidad como lector, comulgo plenamente con sus palabras. No en vano, la aseveración de Molho equivale a decir que la lectura del Buscón difícilmente despierta interpretaciones unánimes. En la contracción quevediana reside la clave ante tanto pensamiento encontrado. Las tesis interpretativas -como era de esperar- dan para aburrir. Las hay que se centran en atribuir a la obra la importancia de situarse en una posición contraria a “la falsificación de la verdad por el lenguaje”, es decir, de hacerlo como mero juego de ingenio basado en el papel de la palabra.
Otras, más trascendentales, otorgan al Buscón la capacidad, casi cabalística, de actuar como guía para la vida austera en base a la negación constante de todo lo bueno que puede albergar el hombre…No hay duda de que Quevedo imprimió su sello al Buscón. Una impronta, tan peculiar, que no hizo sino abrir brecha con respecto a la calidad del resto de obras con las que compartió el “cartel” de picaresco. A la hora de concebir El Buscón -afirma Lázaro Carreter-, Quevedo espoleó su ingenio a partir del uso mimético del lenguaje, a saber, de la palabra como bastión inexpugnable desde el cual construir el relato. La simplicidad narrativa que alcanza es, a todas luces, lo que hace del Buscón una obra maestra ya en el aspecto puramente literario. Pero, junto a la importancia del lenguaje, fue la experiencia vital del madrileño: agotadora, arriesgada y terriblemente dolorosa, lo que contribuyó a que -como apunta Américo Castro-, en El Buscón no exista resquicio para el idealismo.
Describiendo las hazañas de aquellos a los que el fango cubría, Quevedo nos muestra un mundo, el de la picaresca, nada idealizado. La magistral pluma quevediana retrata con acierto, no sólo a Pablos, sino también al ambiente social que le rodea…lo divino, lo humano, lo tabernario y, por qué no, lo sublime. En El Buscón queda de manifiesto la organización contradictoria del pensamiento de Quevedo, la abundancia de contrastes que emanaban de su ser.
Junto al papel del lenguaje, la carga moralizante que el madrileño inyectó a la obra no puede pasarnos desapercibida:
“…no quiero darte luz a más cosas; éstas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las trampas...".
Con estas palabras, Pablos decide ir poniendo fin al relato de los aconteceres que dieron con sus huesos embarcándose hacia Indias, lugar donde esperaba huir definitivamente de los fantasmas que le atormentaban. Las cosas no le habían ido bien en Sevilla -última estancia peninsular en la que habitó- y, como no, la solución - de nuevo-, fue optar por el escapismo. Quevedo nos retrata un mundo que es hostil a gentes como Pablos, con aquellos a los que, sólo un milagro podía borrar de cuajo su procedencia, su linaje; su tormento.
El Buscón no nace, a nuestro juicio, como crítica abierta a la forma en que venía retratándose el fenómeno picaresco. Más certero resulta pensar que el madrileño, a golpe de ingenio, pretendió hacer lo propio con los acontecimientos que dieron con Pablos en dicho mundo, es decir, con la decadencia moral que en esos momentos venía floreciendo en España.
A todas luces, un análisis crítico de El Buscón debe encaminarse hacia esta línea. No en vano, Quevedo fue, sobre todo, símbolo de la grandeza de unos tiempos que, socialmente, se imbuían en la más absoluta de las decadencias.
No obstante, las líneas interpretativas siguen estando abiertas, algo que debe servirnos para confirmar que se trata de una de las obras más importantes de nuestra literatura. Y si de algo sirven las líneas trazadas, querido lector, que sea para adquirir una edición de la obra quevediana y disfrutar de las hazañas de Pablos, espejo de mendigos y rufianes, fiel representante de un mundo que fagocita a los desgraciados y los aleja de la mira de aquellos más aventurados.
Un lápiz en la mano
Hace 6 años
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