viernes, 5 de diciembre de 2008

Miedo (IV)

Agarrotado por el sofoco de haber estado corriendo durante varios minutos, Gigi Menzano no tuvo más remedio que esperar a recuperar el físico para comenzar a hablar. A esto, el padre Antonioni, siempre atento a las circunstancias, no dudó un instante en hacer llegar al joven un poco de agua del molino velbedere, que según se decía, tenía la propiedad -casi alquímica- de mantenerse a temperatura óptima sin tratamiento alguno. Renovado tras un trago antológico, Giancarlo pudo por fin salivar palabras. Antonioni no olvidaría aquel momento por el resto de sus días.
-Padre, de verdad que lo siento, pero he pecado. Se incriminó Gigi.
-Hijo mio…
-Lo sé, lo sé, pero está vez creo que es grave de verdad. No puedo…No debo…No confío en nadie más.
-¡Relájate Gigi!
El padre Antonioni perdió por un momento sus modales eclesiásticos…Pronto, no obstante, acabaría recuperándolos.
-Hijo mio, ¿qué ha pasado? ¿Crees que estarás más tranquilo en el confesionario?
-No padre, no. No creo que una confesión sea suficiente para alcanzar la redención ante lo ampuloso de mi pecado.
El padre Antonioni se sintió realmente atenazado, ¿qué clase de culpa arrastraba este chiquilicuatro? -se preguntaba- ¿a caso ni la justicia de Dios en la tierra sería capaz de redimir su mezquindad? El método ignaciano volvía a hacer aguas. El reino de la sombra se adueñaba de Padua. Es un niño, sólo eso. ¡Maldita maldad! ¡Qué bien te amoldas a las circunstancias!, pensó Antonioni medio indignado.
Ante aquel silencio premeditado, Gigi respondió haciendo gala de una sorprendente serenidad.
-Padre, he robado.
El toscano continuaba divagando a propósito del papel de la maldad en el mundo, y a penas pudo advertir el significado de aquellas palabras.
-Hijo mio, ¿cómo es posible?
-No lo sé padre. De verdad que no lo sé. Yo…
-¿Tú….? Ironizó Antonioni.
-Verá padre. Lo cierto es que me cuesta ser sincero con usted. Pero no es por mí, sino por el honor de mi linaje. La culpa que arrastro no es producto de mis actos, sino de los prejuicios que asoman cada mañana tras la puerta de nuestro piso en el centro.
Obviamente, el padre Antonioni no entendía ni una sola palabra de lo que aquel insensato trataba de insinuarle. Disimulando su inaptitud, el toscano apostó por la carta que menos dudas le planteaba: volver al acto delictivo cometido.
-¿Y el robo? Sondeó Antonioni.
-Fue por necesidad, padre. Pero algo dentro de mí me reconcome por dentro. Un impulso desgarrador me aturde. No sé cómo explicarlo: ¡la culpa me fustiga y ya no sé controlarla!...
Antonioni creyó poco probable la asunción de datos concretos en un rostro tan palidecido como el de Giancarlo. Resultaba irónico aquel instante. Entre sollozos, y arrastrando la culpa hacia el hábito oscurecido del padre Antonioni, Gigi agarraba con fuerza las manos de su confesor en señal de franco arrepentimiento. Y mientras, pensaba Antonioni, los padres de aquel vástago desolado, anulaban su culpa dejando atrás a la fe verdadera, ignorando su capacidad para sanar prejuicios y conciencias. Algo no cuadraba, y Antonioni -con su habitual perspicacia- pensó en sonsacar al joven sobre las verdaderas razones que impulsaran su pecado.
Por primera vez, renegar del método ignaciano se convirtió en una necesidad, el arrepentimiento no servía para supurar la herida creada. Gigi, quizás, también lo sabía. La improvisación, en aquel instante, hizo entonces el resto.

No hay comentarios: