martes, 2 de diciembre de 2008

Miedo (I)

Al parecer, se decía en la villa que los curas negros estaban planeando a hurtadillas una conspiración para hacerse con el poder en los principales estados europeos. Una intriga que comenzaría en los territorios españoles de ultramar, para continuar en Francia, Portugal, los reinos de Castilla y Aragón, y finalizar en Italia, más concretamente, en Roma, donde el Papa tendría que renunciar a su puesto como máximo mandatario de la Iglesia Universal en favor de una comisión jesuítica que acabaría imponiendo por la fuerza los flejes de la fe ignaciana; acabando con cualquier atisbo luminoso de razón.
Todo esto, explicado con un lenguaje que los patavinos entendieran, suponía comenzar a ver a los miembros de la Orden como una amenaza, ¿frente a qué? La respuesta era obvia: contra el orden preestablecido, es decir, contra el natural discurrir de los acontecimientos, fuera cual fuera el resultado de dichos cambios. Surgían, entonces, infundadas fantasías que comparaban a los jesuitas con la pestilencia, aquella enfermedad que, en silencio y poco a poco, acababa con poblaciones enteras, sin respetar siquiera a los vástagos no bautizados, ignorando plegarias y expandiendo con rencor su aroma a muerte y destrucción.
- El jesuitismo ¿una enfermedad? ¡Ver para creer!, se fustigaba mentalmente.
La conclusión ante toda aquella debacle era evidente: el vulgo comenzaba a temer a los jesuitas que residían en Padua. El número de feligreses que acudía a recibir el pan eucarístico menguaba alba tras alba. Primero fue la familia Menzano, que de la noche a la mañana, dejó de sufragar con sus altos tributos la remodelación de la Iglesia de San Antonio, santuario iñiguista en aquella Padua cerril e impía. Unas semanas después, los Cantelazio, una pareja acuciada por el sinsabor de no poder engendrar descendencia, dejaron de buscar consejo en las caricias vocales del padre Antonioni.
Evaporada la presencia de ambas familias, y con los rumores haciendo estragos entre el resto de feligreses, a penas nueve almas esperaban a que el padre Antonioni desarrollara la homilía aquella mañana de primavera advenediza. Unos minutos sobre la hora prevista, como esperando que en el último momento los renegados hicieran acto de presencia, Antonioni cruzó el angosto pasillo que separaba la sacristía del Altar. Que Dios me perdone, se repetía con recargo. Cabía hacer tripas corazón y afrontar el problema. Ahora o nunca, se reafirmó.
-Queridos hermanos, anunció Antonioni una vez santificado altar y púlpito.
- La fe, en estos tiempos inciertos, es la única defensa que nos permite alejarnos del miedo. Sin duda, habréis oído comentarios absurdos que relacionan a la santa hermandad de Loyola con sucesos extraños acaecidos en lares lejanos. Solo quería dar gracias a los presentes por seguir confiando en la santa y redentora palabra de Dios, único camino a la salvación…
De repente un silencio aterrador inundó la Iglesia de San Antonio. Aquellos nueve patavinos, impávidos, enmudecían ante el eco que aún cruzaba los sillares del templo. Mientras tanto, Antonioni, como organizando de nuevo el discurso, atravesado por una emoción casi contagiosa, cogió fuerzas, inhaló una profunda bocanada de aire fresco mezclado con aromas de vaporoso incienso de jazmín, y volvió a la reflexión del minuto anterior…
-Tenéis que creer en mí. Repitió ganando seguridad.
-Confiad en nuestra palabra, por favor. No os dejéis embaucar por aquellos que dicen representar a la “fe verdadera”. Con engaños absurdos os alejarán del camino correcto. No les escuchéis…
-No les escuchéis…
Dicho esto, y tras una breve exhalación, Antonioni comenzó con la homilía. Tardaría en olvidar la cara absorta de Aquilani, mercader de costumbres sencillas que siempre que pernoctaba en Padua acudía a las homilías de aquel cura toscano; el rostro enjuto de la familia Aspartuto o la indiferencia de Castiglione, que parecía ser el único incapaz de relacionar las palabras de Antonioni con algún rumor de cierta enjundia expandido por la villa.
Precisamente, fue su licenciatura en merodeo lo que arrastró a aquel eminente hombre de leyes a ser el único feligrés que esperó a Antonioni tras el “podéis ir en paz”. Melchor de Castiglione, no podía esconder el origen nobiliar de sus raíces. Hijo de Giusepe Castiglione, un rentista de Cagliari enrolado en el negocio textil que confraternizaba a su familia con los grandes comerciantes de Burgos y Venecia, y de doña Beatriz de Cortázar, con la dote más considerable de toda la Castilla del momento, don Pietro, como gustaba ser llamado, había heredado lo mejor y lo peor de su progenie. Por un lado, la incapacidad para dudar de todo a cada paso. Por el otro, la indiferencia por lo novedoso, algo sin duda incitado por el amplio colchón económico que le proporcionaban sus bienes, rentas y posesiones. No obstante, como decimos, fue la curiosidad lo que mató a aquel gato con profuso mostacho mosqueteado a la italiana.

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