Antonioni almorzó en la sacristía de la Iglesia de San Antonio. Quería enmendar los planos de la reforma, y supurar las heridas presupuestarias que el escapismo de los Menzano había reabierto en las urgentes humedades que comenzaban a abrirse paso en la bóveda de crucería del templo. Aquello trastocó sin duda sus planes. No fue plato de buen gusto tal renuncia. Sin embargo, acatar el plan divino volvía a ser necesario. Nada podía reprochar a los Menzano. Quién sabe qué razones profundas impulsaron su renuncia...
Absortó en sus divagaciones, Antonioni no logró percatarse de que no estaba solo. De repente, la puerta de aquella destartalada escolanía vibró como Pompeya arrastrada por el Vesubio. Una violenta corriente de aire advirtió a nuestro sacerdote de que alguien estaba dispuesto a cruzar el umbral de su pequeño rincón en San Antonio. No tardó en hacer acto de presencia aquel que osaba interrumpir sus exhortaciones. Sin embargo, la sorpresa que invadió a Antonioni al descubrir de quien se trataba, no podía esconderla ni el más pillastre de los nigromantes de Castilla.
Lozano y rojizo, el hijo menor de los Menzano, Giancarlo; “Gigi”, como detestaba que le llamasen, inclinaba sus facciones en señal de incomoda reverencia. Aquel mozalbete era un querubín de fama mundial en la villa. En el trasiego de la Piazza del Duomo, cuando los Menzano al completo paseaban su status en señal de parca compasión, Gigi era el que más miradas enternecedoras despertaba. A ello contribuía, sin duda, su semblante casi angelical, más propio de la inspiración de pintores flamencos como Van Eick que de la unión carnal de dos seres humanos, así como sus proporciones angulosas y desgarbadas, impropias de un chico de su edad. Con la nariz de Felipo Menzano por bandera, Gigi era el típico niño de costumbres engañosas: responsable y sumiso en presencia de sus progenitores, maquinador y perspicaz en su ausencia.
No en vano, no era la primera vez que Gigi asomaba con esa misma cara de culpa en la sacristía del padre Antonioni. Dos veranos atrás, el truhán de los Menzano no pudo reprimir la tentación de hacerse una paja en el almacén de la señora Pastuzzio, que según se decía, era la doncella casadera más bella de toda Padua. Casi desenmascarado, y huyendo a toda prisa del establecimiento. Gigi, con sus doce años recién cumplidos, no pudo sino apagar los demonios de su conciencia acudiendo a quién mejor sabía sofocarlos, a saber, al jesuita que regentaba la Iglesia de San Antonio, a aquel que, a penas tres años antes, le puso en contacto con Dios padre e hijo, en la ceremonia de su primera comunión.
Antonioni aún recuerda con sofoco el instante en que el pequeño de los Menzano confesó su pecado. Siquiera el método ignaciano, que antepone el arrepentimiento al castigo, servía para determinadas situaciones de confesionario. No obstante, y viendo la culpa en aquel rostro más rojizo de lo habitual. Antonioni absolvió al joven que, extasiado de alegría, juró no volver a cometer una falta similar. Cuando Gigi cruzó el umbral de la sacristía, con la cara rojiza de antaño, el padre Antonioni se temió lo peor. El mancilla-trastiendas ha vuelto a actuar, pensó. Sin embargo, los prejuicios, como la vida, no son sino imprevisibles...
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