jueves, 11 de diciembre de 2008

Miedo (VII)

-Mi padre logró descifrar parte de estos mensajes ocultos.
Al decir esto, Gigi inclinó la cabeza en señal de vergüenza ajena. Antonioni aún no lograba entender el por qué de dicha actitud. Pronto, sin embargo, lo averiguaría. -Al parecer, continuó Gigi, las Siete Partidas son un texto herético, pagano para más señas. El sentido filosófico de las palabras allí contenidas va más allá de la lógica teológica actual. Mi padre descubrió la herejía oculta entre sus páginas, pero no denunció su contenido…
El padre Antonioni se vio paralizado por la sinrazón de las palabras de Giancarlo. Felipo Menzano, feligrés por excelencia, atormentado visitante de confesionario, había descubierto una herejía oculta en un cuerpo doctrinal castellano del siglo XII, y sin embargo, no había procedido a denunciar la evidencia ante la Santa Inquisión Romana. ¿Pero por qué? ¿Qué sino el miedo pudo impulsar a alguien como Felipo a sellar sus labios? Gigi se interpuso en sus disquisiciones…
-Mi padre descubrió una octava partida.
- ¿Cómo? Dudó Antonioni.
-Fue en uno de sus viajes a Castilla. Al parecer, un contacto en Valladolid, cuyo nombre mi padre nunca quiso desvelar, puso en sus manos aquel texto, cuya existencia, mi padre siempre quiso pensar incierta…
-Y, sin embargo, se equivocaba. Concluyó Giancarlo.
Antonioni se apresuró a interrogar a Gigi sobre el contenido de aquella octava partida. Al parecer, se trataba de un texto alquímico, redactado por nigromantes seguidores de la herejía pagana, y muy cercanos al rey Alfonso X, quienes habían procedido a redactar aquella inmundicia. El rey Alfonso, llamado el Sabio por sus vastos conocimientos en campos como la historia, la literatura y las leyes, tenía una única obsesión: unificar los diferentes reinos castellanos para lograr su supremacía en la Península Ibérica. Al comprobar que con las armas no era suficiente, y cegado por la influencia de la fe pagana, que en secreto practicaba, el Sabio mandó redactar una octava cuarteta que recogiera los secretos alquímicos necesarios para lograr sus objetivos.
-Cuando la cuarteta llegó a manos de mi padre, continuó Giancarlo, su carácter, antes afable, cambió por completo. Se encerró en sí mismo, bajo una máscara de carnaval veneciano. La oposición de mi madre a esta nueva actitud fue derrotada con facilidad. Mi padre, convencido de las razones ocultas en el texto, dedicó gran parte de su tiempo a escudriñar en cada párrafo, en cada leyenda…
-En cada falacia, interrumpió Antonioni como intuyendo el resultado final del alegato del joven.
-Bien es cierto, padre. Pero él no lo veía así.
-¿Y descubrió algo perturbador? Cuestionó Antonioni.
-Secretos alquímicos aterradores, confirmó Gigi.
Antonioni no supo entonces discernir cuál de las palabras de Gigi era más espeluznante. Los secretos, presentes en la vida diaria de todo ser humano, atribulaban con facilidad el estado de ánimo de sus feligreses y Antonioni convivía casi a diario con los efectos que estos causaban. La alquimia, sin embargo, era una gran desconocida para el cura negro. Sin embargo, su práctica, tan antigua como el mundo, no iba a desconcertar a alguien como él, tan abierto a negar evidencias.
El hecho de que todo ello fuera aterrador a ojos de un gañán como Gigi, era lo verdaderamente preocupante.
-Mi padre se aficionó a estas prácticas. Dividió en dos secciones el almacén de la Piazza del Duomo y ocultó su secreto en una de ellas. Sin embargo, pronto desistió de su aprendizaje. Aquello era mucho más complicado de lo que parecía. Y mi padre, más tarde que pronto, se dio cuenta de ello…
-¿Qué pasó entonces? Preguntó Antonioni aún conmocionado.
-Mi padre desistió.
-Gracias a Dios, se tranquilizó el cura negro.
-Sin embargo, añadió Gigi, Querenini entró en escena…
-¿y…? tembló Antonioni.
- Bueno, digamos que mi padre volvió a las andadas…

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