La parálisis del sacerdote parecía ya irreversible. Cuando Gigi se despidió con gesto entre reverencial y asustadizo, la sacristía de San Antonio quedó en silencio, con las goteras de la bóveda de crucería como sonido de fondo, y el griterío ensordecedor de la chiquillería recorriendo a toda prisa las calles del atardecer patavino. Sin embargo, Antonioni, con dificultades para recuperar cuerpo y alma ante el choque de las palabras finales de Giancarlo, parecía una cariatide sosteniendo el peso de una gran culpa. Aquel receptáculo, que Antonioni sostenía ahora entre sus temblorosas manos, había impulsado a un joven de quince años a desafiar el mandato divino, y sin embargo, su alegato final no hizo sino justificar de buen grado el motivo que impulsara tales actos.
Antonioni volvió a depositar su mirada en aquel receptáculo. Recordó entonces aquella inscripción, las palabras de Gigi, sus miedos, sus deseos, sus esperanzas…
Felipo Menzano recuperó la suya una vez sujetara con fuerza aquel recipiente a penas dos días atrás. Su contacto en Castilla, cuyo nombre Gigi no quiso revelar, había logrado con maestría hacer llegar a sus manos uno de los secretos mejor guardados en la Octava Partida de Alfonso X. ¿Miedo? ¡Cómo no podía tenerlo!
Gigi, preocupado por la situación que atravesaba su familia, logró ocultarse en la despensilla del despacho de su padre, como esperando que algún acontecimiento inesperado diera con el por qué de la frialdad afilada que atravesaba el rostro de su progenitor. De repente, y sin a penas esperarlo, Felipe Menzano y su contacto castellano hicieron acto de presencia en aquella amplia estancia, decorada con vanos renacentistas y esculturas eclécticas, casi oníricas. Gigi le contó a Antonioni todo lo que recordaba haber escuchado aquella tarde de delator improvisado. Aquel hombre puso al día a su padre de la situación que atravesaba la secta en el reino de España, le habló de lo debilitada que se encontraba la situación de la Inquisición, del momento dulce que pasaba el libre contacto entre miembros, de lo fácil que resultaba organizar cenáculos y no despertar sospecha alguna entre los familiares de la Inquisición…!Y culpan al jesuitismo!, pensó Antonioni. !Quién engaña a quién!...
Finalmente, y tras un breve repaso al estado de las cosas, y siempre según Giancarlo, el asunto se desvió a un espinoso tema central. Aquel hombre de voz áspera y renqueante no venía sino a hacer un último negocio con Felipo Menzano, un trato que compensaría los esfuerzos de ambos. Por un lado, abriría las puertas de Padua a la secta pagana. Por el otro, haría realidad el sueño de Felipe Menzano.
A esto el padre Antonioni no tuvo siquiera que deducir nimiamente cuál era dicho deseo: encontrar a Querenini y acabar con su miserable existencia terrena...
Un lápiz en la mano
Hace 6 años