miércoles, 17 de diciembre de 2008

Miedo (IX)

La parálisis del sacerdote parecía ya irreversible. Cuando Gigi se despidió con gesto entre reverencial y asustadizo, la sacristía de San Antonio quedó en silencio, con las goteras de la bóveda de crucería como sonido de fondo, y el griterío ensordecedor de la chiquillería recorriendo a toda prisa las calles del atardecer patavino. Sin embargo, Antonioni, con dificultades para recuperar cuerpo y alma ante el choque de las palabras finales de Giancarlo, parecía una cariatide sosteniendo el peso de una gran culpa. Aquel receptáculo, que Antonioni sostenía ahora entre sus temblorosas manos, había impulsado a un joven de quince años a desafiar el mandato divino, y sin embargo, su alegato final no hizo sino justificar de buen grado el motivo que impulsara tales actos.
Antonioni volvió a depositar su mirada en aquel receptáculo. Recordó entonces aquella inscripción, las palabras de Gigi, sus miedos, sus deseos, sus esperanzas…
Felipo Menzano recuperó la suya una vez sujetara con fuerza aquel recipiente a penas dos días atrás. Su contacto en Castilla, cuyo nombre Gigi no quiso revelar, había logrado con maestría hacer llegar a sus manos uno de los secretos mejor guardados en la Octava Partida de Alfonso X. ¿Miedo? ¡Cómo no podía tenerlo!
Gigi, preocupado por la situación que atravesaba su familia, logró ocultarse en la despensilla del despacho de su padre, como esperando que algún acontecimiento inesperado diera con el por qué de la frialdad afilada que atravesaba el rostro de su progenitor. De repente, y sin a penas esperarlo, Felipe Menzano y su contacto castellano hicieron acto de presencia en aquella amplia estancia, decorada con vanos renacentistas y esculturas eclécticas, casi oníricas. Gigi le contó a Antonioni todo lo que recordaba haber escuchado aquella tarde de delator improvisado. Aquel hombre puso al día a su padre de la situación que atravesaba la secta en el reino de España, le habló de lo debilitada que se encontraba la situación de la Inquisición, del momento dulce que pasaba el libre contacto entre miembros, de lo fácil que resultaba organizar cenáculos y no despertar sospecha alguna entre los familiares de la Inquisición…!Y culpan al jesuitismo!, pensó Antonioni. !Quién engaña a quién!...
Finalmente, y tras un breve repaso al estado de las cosas, y siempre según Giancarlo, el asunto se desvió a un espinoso tema central. Aquel hombre de voz áspera y renqueante no venía sino a hacer un último negocio con Felipo Menzano, un trato que compensaría los esfuerzos de ambos. Por un lado, abriría las puertas de Padua a la secta pagana. Por el otro, haría realidad el sueño de Felipe Menzano.
A esto el padre Antonioni no tuvo siquiera que deducir nimiamente cuál era dicho deseo: encontrar a Querenini y acabar con su miserable existencia terrena...

martes, 16 de diciembre de 2008

Miedo (VIII)

-Al descubrir la treta que Querenini había organizado, mi padre se sintió desesperado.
-¡Eso no es excusa!, recusó el toscano.
Gigi, sorprendentemente, salió en defensa de su progenitor...
-Usted no lo entiende, padre. No sabe lo que es tener miedo…
¿Miedo?, pensó Antonioni. ¿Qué era sino miedo lo que venía impulsando sus actos en los últimos meses? Ciertamente, Antonioni no había sentido otra cosa desde hacía tiempo. Casi no recordaba lo que era no vivir con aquel sentimiento bajo el hábito…Antonioni, sorprendentemente, lejos de sentirse ofendido con aquellas palabras, recobró la postura enternecedora con la que había recibido a Gigi casi dos horas antes…
El cura negro miró por el amplio ventanal de la sacristía de San Antonio. El sol cedía derrotado una vez más. La noche se acercaba, y Gigi, contemplando la serenidad que inundaba por momentos el rostro de su confesor, decidió ir poniendo fin al relato de los hechos que le habían traído bajo su tutela.
-¿Recuerda esto?
Gigi volvió a escudriñar en su sayo. Aquel perfumario, que Antonioni casi ni recordaba, volvió a perturbar el resto del toscano. ¡Qué Dios me perdone!, pensó. No en vano, el principal motivo que había llevado a Giancarlo a disponer de su presencia no había sido sino un incumplimiento claro del dogma católico: ¡Gigi había robado!, el séptimo mandamiento había sido negado a los ojos de Dios, y sin embargo, Antonioni a penas le había dado importancia a un hecho que sin duda la tenía. Aquel recipiente, aquel mensaje, aquella herejía… ¿Y si Gigi jugaba al despiste para lograr el perdón sin pasar siquiera por el confesionario? ¿Y si todo aquello que contaba no era sino una absurda narración improvisada? ¿Una octava partida? ¿Herejías?...
Dudas, sobre todo, dudas…
-Padre, ¿qué le ocurre? Indagó Giancarlo.
-Verás hijo, suspiró Antonioni. Entiende que se me haga difícil digerir todo lo que me has venido contando. De hecho…
-No me cree ¿verdad?, interrumpió el joven.
-Sinceramente, me cuesta estragos…
No era para nada incierto. El padre Antonioni divagaba, casi inerte, por el angosto espacio que separaba la alacena del dispensario de la sacristía de San Antonio. Parecía nervioso, atribulado, la cara descompuesta en un gesto casi imposible, demencial…inoperante. Miraba a Gigi de cuando en cuando, lo examinaba de arriba abajo, cual galeno en prácticas carentes de experiencia previa. Mientras, el joven, más rojizo si cabe, sostenía aquel perfumario, en silencio, temblando…
De repente, Gigi cambió el rumbo de la historia de aquel momento...
-¿Ha pensado alguna vez en lograr aquello que más desea? ¿Y si esa capacidad fuera posible? ¿Escogería su rumbo aún pudiendo no servir para nada?

¿Un rumbo? pensó Antonioni para sus adentros. ¿Y quién no?

jueves, 11 de diciembre de 2008

Miedo (VII)

-Mi padre logró descifrar parte de estos mensajes ocultos.
Al decir esto, Gigi inclinó la cabeza en señal de vergüenza ajena. Antonioni aún no lograba entender el por qué de dicha actitud. Pronto, sin embargo, lo averiguaría. -Al parecer, continuó Gigi, las Siete Partidas son un texto herético, pagano para más señas. El sentido filosófico de las palabras allí contenidas va más allá de la lógica teológica actual. Mi padre descubrió la herejía oculta entre sus páginas, pero no denunció su contenido…
El padre Antonioni se vio paralizado por la sinrazón de las palabras de Giancarlo. Felipo Menzano, feligrés por excelencia, atormentado visitante de confesionario, había descubierto una herejía oculta en un cuerpo doctrinal castellano del siglo XII, y sin embargo, no había procedido a denunciar la evidencia ante la Santa Inquisión Romana. ¿Pero por qué? ¿Qué sino el miedo pudo impulsar a alguien como Felipo a sellar sus labios? Gigi se interpuso en sus disquisiciones…
-Mi padre descubrió una octava partida.
- ¿Cómo? Dudó Antonioni.
-Fue en uno de sus viajes a Castilla. Al parecer, un contacto en Valladolid, cuyo nombre mi padre nunca quiso desvelar, puso en sus manos aquel texto, cuya existencia, mi padre siempre quiso pensar incierta…
-Y, sin embargo, se equivocaba. Concluyó Giancarlo.
Antonioni se apresuró a interrogar a Gigi sobre el contenido de aquella octava partida. Al parecer, se trataba de un texto alquímico, redactado por nigromantes seguidores de la herejía pagana, y muy cercanos al rey Alfonso X, quienes habían procedido a redactar aquella inmundicia. El rey Alfonso, llamado el Sabio por sus vastos conocimientos en campos como la historia, la literatura y las leyes, tenía una única obsesión: unificar los diferentes reinos castellanos para lograr su supremacía en la Península Ibérica. Al comprobar que con las armas no era suficiente, y cegado por la influencia de la fe pagana, que en secreto practicaba, el Sabio mandó redactar una octava cuarteta que recogiera los secretos alquímicos necesarios para lograr sus objetivos.
-Cuando la cuarteta llegó a manos de mi padre, continuó Giancarlo, su carácter, antes afable, cambió por completo. Se encerró en sí mismo, bajo una máscara de carnaval veneciano. La oposición de mi madre a esta nueva actitud fue derrotada con facilidad. Mi padre, convencido de las razones ocultas en el texto, dedicó gran parte de su tiempo a escudriñar en cada párrafo, en cada leyenda…
-En cada falacia, interrumpió Antonioni como intuyendo el resultado final del alegato del joven.
-Bien es cierto, padre. Pero él no lo veía así.
-¿Y descubrió algo perturbador? Cuestionó Antonioni.
-Secretos alquímicos aterradores, confirmó Gigi.
Antonioni no supo entonces discernir cuál de las palabras de Gigi era más espeluznante. Los secretos, presentes en la vida diaria de todo ser humano, atribulaban con facilidad el estado de ánimo de sus feligreses y Antonioni convivía casi a diario con los efectos que estos causaban. La alquimia, sin embargo, era una gran desconocida para el cura negro. Sin embargo, su práctica, tan antigua como el mundo, no iba a desconcertar a alguien como él, tan abierto a negar evidencias.
El hecho de que todo ello fuera aterrador a ojos de un gañán como Gigi, era lo verdaderamente preocupante.
-Mi padre se aficionó a estas prácticas. Dividió en dos secciones el almacén de la Piazza del Duomo y ocultó su secreto en una de ellas. Sin embargo, pronto desistió de su aprendizaje. Aquello era mucho más complicado de lo que parecía. Y mi padre, más tarde que pronto, se dio cuenta de ello…
-¿Qué pasó entonces? Preguntó Antonioni aún conmocionado.
-Mi padre desistió.
-Gracias a Dios, se tranquilizó el cura negro.
-Sin embargo, añadió Gigi, Querenini entró en escena…
-¿y…? tembló Antonioni.
- Bueno, digamos que mi padre volvió a las andadas…

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Miedo (VI)

De repente, Giancarlo sacó de su sayo bordado con retales de oro una especie de frasco angular y diminuto. Con un cuidado impropio de alguien de su edad, y una rojez inusitada que vino a decorar su anterior rostro palidecido, Gigi depositó aquel recipiente sobre la alacena de la sacristía de San Antonio. ¿Qué demonios era aquello?, barruntó el toscano.
Fijando la vista en el receptáculo. Antonioni pudo percibir una inscripción realizada sobre el vidrio en forma de imperceptible bajo relieve. Antonioni fijó la vista en ella. Sus incipientes problemas de visión dificultaron la lectura que fue pausada y renqueante. Finalmente, logró sonsacar el mensaje de la misma:

“e de tal miedo e de otro semejante fablan las leyes de nuestro libro cuando dizen que pleito o postura que home face por miedo non debe valer”

Antonioni, pese a sus vastos conocimientos, se sintió como pájaro en nido ajeno. La erudición era su fuerte, y sin embargo, fue aquel niño de quince años recién cumplidos quien le sacó del desconcierto que aquellas palabras habían generado en su mente.
-¿Interesante, verdad? Presumió Giancarlo.
-Ciertamente, disimuló Antonioni.
-El origen de las Partidas siempre llamó la atención a mi padre, suspiró el mozalbete. Lástima que sus indagaciones quedaran en saco roto tras el desastre de sus negocios...
-¿Las partidas? -inquirió el cura negro-.
-Sí, padre. Las Siete Partidas de Alfonso X de Castilla.
Fue entonces, cuando los mecanismos neuronales del padre Antonioni, segundos atrás bloqueados, comenzaron a trabajar de nuevo. Ciertamente, el conocimiento sobre aquel texto le transportaba a sus años de seminario, a las tediosas lecciones sobre legislación y derecho. A las horas perdidas imaginando un futuro incierto. A las dudas propias del teólogo primerizo.
Las Partidas no eran sino el cuerpo legislativo más importante de la Edad Media castellana. Un cuerpo doctrinal y jurídico completo que pretendía unificar las leyes en todo el reino.
A poco más aspiraba el conocimiento de aquel bonachón jesuita. Conocía casi todos los textos teológicos publicados en Europa. Incluso, en secreto, había indagado en el conocimiento de herejías varias, y algunas, como el arrianismo, habían logrado despertar sus dudas... Sin embargo, en cuanto a leyes, el padre Antonioni no era sino un indocto sorprendido e inservible. Gigi, inconscientemente, procedería a subsanar sus vacíos mentales.
-Verá -prosiguió Giancarlo- mi padre me contó una vez que las Siete Partidas de Alfonso X escondían un mensaje oculto entre sus páginas. Más que un mensaje doctrinal, las Partidas pretendían transmitir un mensaje filosófico y moral plagado de secretos ocultos por descifrar.
Antonioni quedó francamente sorprendido por aquellas palabras. ¿Qué escondía aquel texto? ¿Principios morales? ¿En el siglo XII? Eran tantas las dudas que a penas pudo encauzarlas en su desquiciado intelecto. Gigi prosiguió entonces con su exposición…

martes, 9 de diciembre de 2008

Miedo (V)

-Gigi, tranquilízate. Sin duda, nuestro señor sabe perdonar a quien no hace sino arrepentirse de sus malos actos. Pero, dime, qué fue lo que pasó exactamente…
Gigi se esforzó en volver a la calma. Arrastrado por la compasión de su confesor, a penas tuvo que inhalar cuatro bocanadas de aire fresco para llevar a cabo con éxito lo que segundos antes parecía una hazaña, a saber, hablar con la cadencia suficiente como para ser entendido.
-Verá padre, las cosas en casa no marchan tan bien como podría llegar a pensarse.
Gigi volvió a esforzarse en controlar sus impulsos emocionales. Contuvo la respiración y suspiró sin esfuerzo.
-Mi padre lo ha perdido todo, padre. !No nos queda nada!
-¡Explícate!, replicó el cura negro.
-Hará seis meses,un rentista de Venecia, un tal Jean Querenini, llegó a un acuerdo con mi padre. Un acuerdo que, al menos en teoría, iba a convertirnos en una de las familias más poderosas de toda Italia.
-¿En qué consistía tal negoció? Increpó Antonioni.
-Verá, padre. Al parecer el asunto era bastante sencillo. Mi padre cedía la mitad de sus rentas a éste malhechor a cambio de la explotación compartida del negocio de la importación de zamarros castellanos a toda Italia.
Antonioni había oído hablar de aquellas chamarras dando un paseo por la Piazza del Duomo, charlando con unos y otros, conectando -como siempre hacía- con el día a día de sus parroquianos. Los mercaderes tenían en alta estima la capacidad de los zamarros castellanos a la hora de ofrecer pingues beneficios. El vulgo, por su parte, apreciaba el papel que jugaba dicha prenda en la pugna diaria contra el desgarrador y gélido viento de poniente que azotaba Padua buena parte del año. Aquel, sin duda, parecía un negocio redondo. Antonioni entendió entonces la apuesta de Felipo Menzano. Poblar Italia de zamarros castellanos e iniciar, importando la materia propia necesaria, su producción en Padua. Cientos de puestos de trabajo serían ocupados y él, es decir, Felipo Menzano y su familia, agrandarían su estatus patavino para toda la eternidad. Quién sabe, quizá Felipo Menzano, siempre cohibido por sus defectos físicos, podría aspirar al puesto de alcalde de Padua, sueño de confesionario que Antonioni conocía de sobra y que tantas envidias había motivado en aquel hombre de figura rechoncha y repleta de protuberancias.
Gigi continúo con su alegato durante al menos una hora. Al bondadoso Antonioni le supo a eternidad. Al parecer, aquel truhán de Querenini no era sino un malhechor de fama pírrica en toda Venecia. El embustero, jugando con los miedos y esperanzas ocultos en la mentalidad de Felipo Menzano, y con varios documentos falsos que acreditaban sus supuestos contactos en Castilla, había logrado hacerse con la mitad de las posesiones de los Menzano. Entonces, y aprovechando un vacío legal conocido por muchos de estos timadores, Querenini vendió sus nuevas posesiones rentísticas a un tercero situado al margen de lo que fue el origen del negocio: una mentira. Fue entonces, y sólo entonces, cuando Felipo Menzano no pudo acudir a la justicia para denunciar el engaño: el acuerdo de venta, no en vano, le situaba a él como vendedor. Querenini, mientras tanto, ya había desaparecido del mapa.
-Huiría a Castilla, arguyó Giancarlo. Lo cierto es que mi padre, en la obsesión que le persigue, sobrevive malgastando ducados en contratar investigadores que den con aquel que nos ha robado todo. Ya siquiera aparece por casa. Pasa las horas muertas en su despacho. Esperando la llegada de noticias frescas. Y los investigadores, mientras tanto, juegan con él. Le dicen que están cada vez más cerca, que necesitan más dinero para sonsacar a posibles testigos…en fin, ya sabe padre: creando falsas esperanzas comen y duermen en mejores pensiones, y al día siguiente, hacen como que siguen buscando…
-Aún y todo -interrumpió Antonioni- sigo sin entender la naturaleza de tu pecado. ¿No comprendes que si te descubren vas a complicar aún más la situación que atraviesa tu familia?
-Claro que lo comprendo. Y me arrepiento por ello. Pero todo tiene una explicación, aunque pueda parecer sorprendente...

viernes, 5 de diciembre de 2008

Miedo (IV)

Agarrotado por el sofoco de haber estado corriendo durante varios minutos, Gigi Menzano no tuvo más remedio que esperar a recuperar el físico para comenzar a hablar. A esto, el padre Antonioni, siempre atento a las circunstancias, no dudó un instante en hacer llegar al joven un poco de agua del molino velbedere, que según se decía, tenía la propiedad -casi alquímica- de mantenerse a temperatura óptima sin tratamiento alguno. Renovado tras un trago antológico, Giancarlo pudo por fin salivar palabras. Antonioni no olvidaría aquel momento por el resto de sus días.
-Padre, de verdad que lo siento, pero he pecado. Se incriminó Gigi.
-Hijo mio…
-Lo sé, lo sé, pero está vez creo que es grave de verdad. No puedo…No debo…No confío en nadie más.
-¡Relájate Gigi!
El padre Antonioni perdió por un momento sus modales eclesiásticos…Pronto, no obstante, acabaría recuperándolos.
-Hijo mio, ¿qué ha pasado? ¿Crees que estarás más tranquilo en el confesionario?
-No padre, no. No creo que una confesión sea suficiente para alcanzar la redención ante lo ampuloso de mi pecado.
El padre Antonioni se sintió realmente atenazado, ¿qué clase de culpa arrastraba este chiquilicuatro? -se preguntaba- ¿a caso ni la justicia de Dios en la tierra sería capaz de redimir su mezquindad? El método ignaciano volvía a hacer aguas. El reino de la sombra se adueñaba de Padua. Es un niño, sólo eso. ¡Maldita maldad! ¡Qué bien te amoldas a las circunstancias!, pensó Antonioni medio indignado.
Ante aquel silencio premeditado, Gigi respondió haciendo gala de una sorprendente serenidad.
-Padre, he robado.
El toscano continuaba divagando a propósito del papel de la maldad en el mundo, y a penas pudo advertir el significado de aquellas palabras.
-Hijo mio, ¿cómo es posible?
-No lo sé padre. De verdad que no lo sé. Yo…
-¿Tú….? Ironizó Antonioni.
-Verá padre. Lo cierto es que me cuesta ser sincero con usted. Pero no es por mí, sino por el honor de mi linaje. La culpa que arrastro no es producto de mis actos, sino de los prejuicios que asoman cada mañana tras la puerta de nuestro piso en el centro.
Obviamente, el padre Antonioni no entendía ni una sola palabra de lo que aquel insensato trataba de insinuarle. Disimulando su inaptitud, el toscano apostó por la carta que menos dudas le planteaba: volver al acto delictivo cometido.
-¿Y el robo? Sondeó Antonioni.
-Fue por necesidad, padre. Pero algo dentro de mí me reconcome por dentro. Un impulso desgarrador me aturde. No sé cómo explicarlo: ¡la culpa me fustiga y ya no sé controlarla!...
Antonioni creyó poco probable la asunción de datos concretos en un rostro tan palidecido como el de Giancarlo. Resultaba irónico aquel instante. Entre sollozos, y arrastrando la culpa hacia el hábito oscurecido del padre Antonioni, Gigi agarraba con fuerza las manos de su confesor en señal de franco arrepentimiento. Y mientras, pensaba Antonioni, los padres de aquel vástago desolado, anulaban su culpa dejando atrás a la fe verdadera, ignorando su capacidad para sanar prejuicios y conciencias. Algo no cuadraba, y Antonioni -con su habitual perspicacia- pensó en sonsacar al joven sobre las verdaderas razones que impulsaran su pecado.
Por primera vez, renegar del método ignaciano se convirtió en una necesidad, el arrepentimiento no servía para supurar la herida creada. Gigi, quizás, también lo sabía. La improvisación, en aquel instante, hizo entonces el resto.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Miedo (III)

Aquella mañana prosiguió por los derroteros previstos. Padua era aún más bella al mediodía, cuando la solana derrotaba por unas horas a la ombría, y la tranquilidad de las tabernas daba paso a un gentío de paseantes dispuestos a aprovechar el regalo divino de una primavera cargada de serenidad y belleza. La Piazza del Duomo parecía entonces otra: mercaderes, actores y malabaristas pugnaban por llamar la atención de los viandantes. El pulmón de Padua respiraba de nuevo.
Antonioni almorzó en la sacristía de la Iglesia de San Antonio. Quería enmendar los planos de la reforma, y supurar las heridas presupuestarias que el escapismo de los Menzano había reabierto en las urgentes humedades que comenzaban a abrirse paso en la bóveda de crucería del templo. Aquello trastocó sin duda sus planes. No fue plato de buen gusto tal renuncia. Sin embargo, acatar el plan divino volvía a ser necesario. Nada podía reprochar a los Menzano. Quién sabe qué razones profundas impulsaron su renuncia...
Absortó en sus divagaciones, Antonioni no logró percatarse de que no estaba solo. De repente, la puerta de aquella destartalada escolanía vibró como Pompeya arrastrada por el Vesubio. Una violenta corriente de aire advirtió a nuestro sacerdote de que alguien estaba dispuesto a cruzar el umbral de su pequeño rincón en San Antonio. No tardó en hacer acto de presencia aquel que osaba interrumpir sus exhortaciones. Sin embargo, la sorpresa que invadió a Antonioni al descubrir de quien se trataba, no podía esconderla ni el más pillastre de los nigromantes de Castilla.
Lozano y rojizo, el hijo menor de los Menzano, Giancarlo; “Gigi”, como detestaba que le llamasen, inclinaba sus facciones en señal de incomoda reverencia. Aquel mozalbete era un querubín de fama mundial en la villa. En el trasiego de la Piazza del Duomo, cuando los Menzano al completo paseaban su status en señal de parca compasión, Gigi era el que más miradas enternecedoras despertaba. A ello contribuía, sin duda, su semblante casi angelical, más propio de la inspiración de pintores flamencos como Van Eick que de la unión carnal de dos seres humanos, así como sus proporciones angulosas y desgarbadas, impropias de un chico de su edad. Con la nariz de Felipo Menzano por bandera, Gigi era el típico niño de costumbres engañosas: responsable y sumiso en presencia de sus progenitores, maquinador y perspicaz en su ausencia.
No en vano, no era la primera vez que Gigi asomaba con esa misma cara de culpa en la sacristía del padre Antonioni. Dos veranos atrás, el truhán de los Menzano no pudo reprimir la tentación de hacerse una paja en el almacén de la señora Pastuzzio, que según se decía, era la doncella casadera más bella de toda Padua. Casi desenmascarado, y huyendo a toda prisa del establecimiento. Gigi, con sus doce años recién cumplidos, no pudo sino apagar los demonios de su conciencia acudiendo a quién mejor sabía sofocarlos, a saber, al jesuita que regentaba la Iglesia de San Antonio, a aquel que, a penas tres años antes, le puso en contacto con Dios padre e hijo, en la ceremonia de su primera comunión.
Antonioni aún recuerda con sofoco el instante en que el pequeño de los Menzano confesó su pecado. Siquiera el método ignaciano, que antepone el arrepentimiento al castigo, servía para determinadas situaciones de confesionario. No obstante, y viendo la culpa en aquel rostro más rojizo de lo habitual. Antonioni absolvió al joven que, extasiado de alegría, juró no volver a cometer una falta similar. Cuando Gigi cruzó el umbral de la sacristía, con la cara rojiza de antaño, el padre Antonioni se temió lo peor. El mancilla-trastiendas ha vuelto a actuar, pensó. Sin embargo, los prejuicios, como la vida, no son sino imprevisibles...

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Miedo (II)

-Padre, ¿podría saber el motivo que ha inspirado su sermón de la mañana? Preguntó como arguyendo posibles respuestas.
-Hijo mío, dudó Antonioni ganando tiempo con que salivar refutaciones…
-Que Dios me perdoné si mi curiosidad está cohibiendo a su merced -arguyó don Pietro- y vos perdonadme también. Prorrumpió apesadumbrado.
-No hijo. No tienes que disculparte. Perdona a este pobre sacerdote. Sus argumentos se cocinan a fuego lento. No has de preocuparte, ni sentir incomodas tus incertidumbres. Sanas son, no me cabe duda…
Castiglione volvió a la situación de calma tensa con la que inició su alegato, a la par que su sonrisa de facciones helénicas, decorada por la techumbre velluda de sus labios, fraccionaba los segundos con mayor equidad y sosiego.
-¿Llevas muchos días sin acudir por Padua, verdad? -sondeó Antonioni-
-Es cierto padre, hará cuatro meses que salí de la villa camino de Venecia y no fue hasta bien entrada el alba cuando mi carruaje volvió a detenerse en mi pequeño almacén del centro, replicó el comerciante.
-Entonces, ¿desconoces los improperios con los que se acusa a los miembros de nuestra Orden? -inquirió Antonioni saboreando la victoria de saber la respuesta de antemano-.
-¿Improperios? !Pardiez!, exclamó Castiglione. ¿Quién puede osar maldecir a los Jesuitas? Es injusto. Además, usted padre…usted es un ser humano fuera de lo común -quiero decir- usted es…una gran persona y mejor eclesiástico. No debe temer tales injurias…
De buen grado, las palabras de Don Prieto tuvieron un efecto inesperado en el padre Antonioni. Su estado de ánimo, antes maltrecho, parecía otro. Aquellas palabras parecían espontáneas, no había necedad en ellas. Don Pietro era sinceridad en potencia. Fue, sin duda, el segundo mejor momento del día.
-No todo está perdido, pensó Antonioni.
No en vano, Don Pietro representaba la esperanza para la comunidad jesuítica. Si él, un hombre de mundo, era capaz de reconocer lo acertado de la labor ignaciana, ¿qué impedía al resto de patavinos a reconocer lo propio? ¿Y a los reyes y políticos de Europa? ¿A caso no era posible llegar a un entendimiento con ellos?
Entre divagaciones, don Pietro se despidió con solemnidad. Estaría un mes fuera de Padua, resolviendo sus negocios en España. Antonioni no desperdició la oportunidad para sondear a don Pietro a cerca de la situación política del reino de Carlos III. Castiglione le contó, que en determinados círculos intelectuales, la presencia de ministros extranjeros estaba comenzando a hacer mella. Los ilustrados patrios no soportaban no ser protagonistas del propio embellecimiento intelectual de su país. El Rey, mientras tanto, abierto a los vientos de cambio que inundaban Europa, y más preocupado por engalanar la villa y corte de Madrid siguiendo los patrones italianos, sólo explotaba cuando le recordaban que su poder jamás sería pleno si no obtenía el derecho a nombrar eclesiásticos en sus fronteras, es decir, si el regalismo no se hacía fuerte de facto. Y, sin embargo, concluyó don Pietro, el Papa no parecía estar por la labor…

martes, 2 de diciembre de 2008

Miedo (I)

Al parecer, se decía en la villa que los curas negros estaban planeando a hurtadillas una conspiración para hacerse con el poder en los principales estados europeos. Una intriga que comenzaría en los territorios españoles de ultramar, para continuar en Francia, Portugal, los reinos de Castilla y Aragón, y finalizar en Italia, más concretamente, en Roma, donde el Papa tendría que renunciar a su puesto como máximo mandatario de la Iglesia Universal en favor de una comisión jesuítica que acabaría imponiendo por la fuerza los flejes de la fe ignaciana; acabando con cualquier atisbo luminoso de razón.
Todo esto, explicado con un lenguaje que los patavinos entendieran, suponía comenzar a ver a los miembros de la Orden como una amenaza, ¿frente a qué? La respuesta era obvia: contra el orden preestablecido, es decir, contra el natural discurrir de los acontecimientos, fuera cual fuera el resultado de dichos cambios. Surgían, entonces, infundadas fantasías que comparaban a los jesuitas con la pestilencia, aquella enfermedad que, en silencio y poco a poco, acababa con poblaciones enteras, sin respetar siquiera a los vástagos no bautizados, ignorando plegarias y expandiendo con rencor su aroma a muerte y destrucción.
- El jesuitismo ¿una enfermedad? ¡Ver para creer!, se fustigaba mentalmente.
La conclusión ante toda aquella debacle era evidente: el vulgo comenzaba a temer a los jesuitas que residían en Padua. El número de feligreses que acudía a recibir el pan eucarístico menguaba alba tras alba. Primero fue la familia Menzano, que de la noche a la mañana, dejó de sufragar con sus altos tributos la remodelación de la Iglesia de San Antonio, santuario iñiguista en aquella Padua cerril e impía. Unas semanas después, los Cantelazio, una pareja acuciada por el sinsabor de no poder engendrar descendencia, dejaron de buscar consejo en las caricias vocales del padre Antonioni.
Evaporada la presencia de ambas familias, y con los rumores haciendo estragos entre el resto de feligreses, a penas nueve almas esperaban a que el padre Antonioni desarrollara la homilía aquella mañana de primavera advenediza. Unos minutos sobre la hora prevista, como esperando que en el último momento los renegados hicieran acto de presencia, Antonioni cruzó el angosto pasillo que separaba la sacristía del Altar. Que Dios me perdone, se repetía con recargo. Cabía hacer tripas corazón y afrontar el problema. Ahora o nunca, se reafirmó.
-Queridos hermanos, anunció Antonioni una vez santificado altar y púlpito.
- La fe, en estos tiempos inciertos, es la única defensa que nos permite alejarnos del miedo. Sin duda, habréis oído comentarios absurdos que relacionan a la santa hermandad de Loyola con sucesos extraños acaecidos en lares lejanos. Solo quería dar gracias a los presentes por seguir confiando en la santa y redentora palabra de Dios, único camino a la salvación…
De repente un silencio aterrador inundó la Iglesia de San Antonio. Aquellos nueve patavinos, impávidos, enmudecían ante el eco que aún cruzaba los sillares del templo. Mientras tanto, Antonioni, como organizando de nuevo el discurso, atravesado por una emoción casi contagiosa, cogió fuerzas, inhaló una profunda bocanada de aire fresco mezclado con aromas de vaporoso incienso de jazmín, y volvió a la reflexión del minuto anterior…
-Tenéis que creer en mí. Repitió ganando seguridad.
-Confiad en nuestra palabra, por favor. No os dejéis embaucar por aquellos que dicen representar a la “fe verdadera”. Con engaños absurdos os alejarán del camino correcto. No les escuchéis…
-No les escuchéis…
Dicho esto, y tras una breve exhalación, Antonioni comenzó con la homilía. Tardaría en olvidar la cara absorta de Aquilani, mercader de costumbres sencillas que siempre que pernoctaba en Padua acudía a las homilías de aquel cura toscano; el rostro enjuto de la familia Aspartuto o la indiferencia de Castiglione, que parecía ser el único incapaz de relacionar las palabras de Antonioni con algún rumor de cierta enjundia expandido por la villa.
Precisamente, fue su licenciatura en merodeo lo que arrastró a aquel eminente hombre de leyes a ser el único feligrés que esperó a Antonioni tras el “podéis ir en paz”. Melchor de Castiglione, no podía esconder el origen nobiliar de sus raíces. Hijo de Giusepe Castiglione, un rentista de Cagliari enrolado en el negocio textil que confraternizaba a su familia con los grandes comerciantes de Burgos y Venecia, y de doña Beatriz de Cortázar, con la dote más considerable de toda la Castilla del momento, don Pietro, como gustaba ser llamado, había heredado lo mejor y lo peor de su progenie. Por un lado, la incapacidad para dudar de todo a cada paso. Por el otro, la indiferencia por lo novedoso, algo sin duda incitado por el amplio colchón económico que le proporcionaban sus bienes, rentas y posesiones. No obstante, como decimos, fue la curiosidad lo que mató a aquel gato con profuso mostacho mosqueteado a la italiana.

Prólogo.

En esta Padua ambigua, a la que -por otro lado- cientos de jóvenes acudían mensualmente a reclamar el amparo de la cultura bajo el seno de su Universidad, una de las más antiguas de Europa y del mundo, residía el padre Antonioni, a quien dejábamos elevando plegarias al altísimo; la costumbre rutinaria que le devolvía la paz interior: placebo en altas dosis, fe en potencia reclamando liderazgo en su psiquis.
En aquellos años el jesuitismo no atravesaba por su mejor momento. Portugal y Francia habían procedido a expulsar a los hermanos ignacianos de sus territorios. La acusación, que para Antonioni no era sino una coartada cobarde y absurda, relacionaba a la Orden con conspiraciones regicidas organizadas desde la sombra en ambas naciones. Para aquel toscano de altura casi pisana, los acontecimientos que comenzaban a sucederse no eran sino producto de la mezquindad de las agrupaciones antijesuiticas, fanáticos del regalismo y las luces, que en la sombra, pretendían un nuevo orden mundial donde el individuo se alejara de Dios y, por mor, de la Santa Madre Iglesia. Para Antonioni, la Reforma Luterana fue un juego de niños en comparación con los hechos que comenzaban a sobrevenir en Europa. Y mientras, el Pontifice, a quien los hermanos jesuitas elevaron en su momento un cuarto voto especial de obediencia, continuaba paralizado por el miedo. Miedo absurdo, pensaba. Temor a perder la confianza de aquellos que, sin embargo, sólo pensaban en coaccionar su influencia.
Aquel marqués de Pombal, demonio en la tierra, era el peor de todos ellos. El monarca Carlos de España, por su parte, su más fiel seguidor en Iberia. Las cosas tenían muy mala pinta, se repetía Antonioni, pero había que seguir adelante y dar gracias a Dios por las oportunidades concedidas.
Por ello, la oración de aquella mañana no fue especialmente desaforada.
-Qué Dios me perdone si dudo de su plan divino -caviló Antonioni-; cabe tener paciencia y fe en nuestro Padre universal.
No quedaba más remedio.
Pero, lo que realmente preocupaba al padre Antonioni era la progresiva perdida de fe de sus feligreses. En un mundo donde el caos y la sombra parecían imperar, el paganismo se hacía fuerte de nuevo, esgrimiendo razones ilógicas que, bajo el prisma de la desesperación, se convertían en principios casi dogmáticos con que aspirar a la supervivencia. Y la rumorología, arte arcano por excelencia, se extendía a gotero por la villa de Padua.
Antonioni no creía en los azares del destino. Por ello, cuando escuchó por primera vez aquellos chascarrillos inmundos, no pudo sino indignarse consigo mismo. Tantos años luchando por adornar las bondades de la lealtad a Dios ante sus feligreses habían sido harto improductivos. El método ignaciano, tan trillado ya en otros lares, había fracasado en la impía Papua. O, mejor dicho, él había fracasado al tratar de sufragarlos. Mala zanca, sin duda:
-quizá alguien más experimentado en estas lides hubiera podido contrarrestar estas fechorías, se repetía una y otra vez.
Pero, ¿cuáles eran aquellos improperios que fruncían con extrema ferocidad el ceño del padre Antonioni?

Miedo fugaz, miedo eterno...

Padua, marzo de 1763.
El padre Antonioni era de costumbres rutinarias. Cuando el primero de los gallos cacareaba extasiado, era el momento de volver al vulgo y dar gracias a Dios por la concesión de un día más para alcanzar la salvación eterna.
Al segundo llamamiento, común era que aquel bonachón Jesuita iniciara los primeros maitines crepusculares. Para Antonioni, éste era, sin lugar a dudas, el mejor momento del día. En posición sedente, con las manos entrecruzadas en estado reflexivo, casi extasiado, Antonioni se comunicaba con el Creador.
Haciendo gala de un lenguaje cultivado y erudito -cosecha ignaciana-, aquel toscano de alcurnia, cuarto de cinco vástagos con futuro prometedor, elevaba sus oraciones a la eternidad con la esperanza de renovar su fe. Era entonces, y sólo entonces, cuando el tercer cacareo -ya no tan madrugador- del último de los gallos adormecidos hacía acto de presencia: bienvenido al mundo, Padre Antonioni.
Padua, arropada por los ríos Brenta y Bacchiglione, era la típica villa italiana de aspecto rudo y agreste. El agua, como recurso vital básico para la supervivencia de la grey, alimentaba los numerosos molinos esparcidos a lo ancho y largo de toda la plaza. Los patavinos desconocían el significado de palabras como capital cerrado o producción doméstica, pero sabían cuidar del único recurso que les ayudaba a mantener con vida a la prole; la tosquedad se imponía victoriosa a la inteligencia; eran otros tiempos, sin duda. De nuevo el agua, como en tantos y tantos lugares y momentos de la historia, se convertía en protagonista de los éxitos y fracasos de una comunidad humana. Que abundaran agoreros profetizando, a cada estación, la ausencia de lluvias era pues algo lógico: a nadie gusta no poder disfrutar del premio ajeno; siempre resulta mejor inutilizar su influencia. Con buenas dosis de fe y un par de rogativas, Padua volvía a sonreír. Eran tiempos extraños.