martes, 15 de marzo de 2011

Miedo (IX)

Antonioni volvió la vista al perfumario. Aquella inscripción…”pleito o postura que home face por miedo non debe valer”
“No debe valer…”, se repetía.
Antonioni volvió entonces a las palabras otrora vacías del pequeño de los Menzano. Escondido en aquella diminuta fresquerilla, sin a penas aire con el que renovar el oxígeno, Gigi, rojizo por naturaleza, sentía estallar sus entrañas. Felipo Menzano, mientras tanto, relajaba el ceño mientras jugueteaba con aquel perfumario. Sus sueños, hasta los más ocultos, se harían realidad si no tenía miedo…si no tenía miedo. Su interlocutor, apremiado por la ausencia de luz, se puso en marcha no sin arrancar una promesa de Felipo: las puertas de Padua quedaban abiertas a la hermandad desde aquel instante. Conquistar la impía Italia no era sino cuestión de tiempo.
Mientras tanto, Gigi observaba a su padre incomodo tras comprobar que buena parte de sus miembros permanecían adormecidos tras la prolongada inactividad física. Tal era su estupor que a penas logró encadenar dos bocanadas frescas de aire cuando Felipo Menzano abandonó su despacho…
Aquel perfumario seguía allí. Recordó Antonioni entre sollozos. Qué podía hacer Gigi sino evitar la ruina moral de su padre. Mientras volvía a repasar las palabras de Gigi, Antonioni anotaba en su diario personal los aspectos más relevantes de la conversación: datos sobre la probable herejía, el mensaje inscrito en aquel perfumario, la situación de la familia Menzano…el rostro de Gigi, como olvidar aquella faz petrificada bajo el peso del reo que se sabe inocente pero sometido al peor de los males posibles: la terrible carencia del miedo.
Sin embargo, no todo estaba perdido. Si algo había aprendido Antonioni a lo largo de tantos años en franca comunión con el Santo Padre es de su indudable capacidad para confirmar la inocencia de las almas quebrantadas por la sinrazón. Antonioni se acicaló con sus mejores galas: la albilla blanca resplandeciente, el hábito impoluto, el mejor de todos los que poseía, con las características inscripciones alusivas al corazón de Jesús y San Ignacio…aquel perfumario…”mejor guardarlo en lugar seguro”, pensó Antonioni mientras llevaba a cabo una mirada superficial alrededor de la estancia. “El relicario de San Antonio, ¿habrá en Padua un lugar más seguro que éste?”. Antonioni sabía de antemano la respuesta a su propia pregunta. Sin embargo, aquellos, no eran sino los tiempos más extraños que jamás le había tocado vivir.
El piso de los Menzano, en la Piazza del Duomo no quedaba lejos de allí…

Miedo (XI)

Del cuaderno de notas del padre Antonioni…

Y la muerte del mundo cae sobre mi vida. A penas logro sostener el peso de mis actos. Ser Jesuita no implica esta carga. Se muere el universo de una calma agonía…
Recuerdo aquellos años en que la puesta de sol no pesaba en mi conciencia. ¡Los extraño tanto…!
Y a duras penas me consumo al contemplarlos. Como lejanas melodías que me enfrentan al pasado.
Me enseñaron que el arrepentimiento lo era todo. Que cualquier error quedaba justificado bajo el seno redentor del altísimo. Pecar, ¿a caso importaba entonces?
Miedo, ¿quién no lo ha tenido? ¿Quién no lo ha sufrido? ¿Quién no lo ha vencido?
¿Es la fe suficiente cuando todo parece desmoronarse a tu paso?
Se consume el cielo entre sollozos.
Y aquel perfumario…
Sólo un deseo, un único deseo…

Miedo (XII)

Una neblina espesa encapotaba el horizonte, jugueteando con la noche, y convirtiendo las tabernas del Duomo en el mejor de los destinos posibles. Las mujeres públicas se refugiaban de la humedad que picoteaba sus escotes. Trapicheros y vagabundos pugnaban por un chaleco perdido…Padua se resistía a caer adormecida bajo el peso de la rutina. Antonioni, contraviniendo sus costumbres rutinarias, hacía lo propio. Vigilante, procurando no dar un paso en falso que diera con sus huesos en el pavimento, el toscano trataba de localizar el piso de los Menzano. Tampoco fue complicado. Aquel edificio, tosco, de estilo tardorrománico pero profusamente decorado, no pasaba desapercibido. La luz de los candiles, estratégicamente situados, otorgaba al inmueble un extraño halo de grandeza, sin embargo comedida. Nada a los ojos del vulgo parecía augurar lo que allí dentro sucedía. Nada salvo unos ojos verdosos que no lograron relacionar la presencia del cura negro con los buenos augurios de antaño.
La madre de Gigi hubiera servido de inspiración a los escultores griegos más refutados. Su pelo, antaño rubio, parecía oscurecido por el paso del tiempo, y sin embargo, Ana Menzano, conservaba una belleza ulterior que incomodó al propio sacerdote. Sus ojos -verdes hasta decir basta- paralizaron a Antonioni. Encerraban tantas preguntas, tantas dudas…tanto miedo. Encorsetada en un vestido propio de alguien de su alcurnia, aquella mujer no pudo disimular sus sentimientos. La culpa que reflejaba su rostro contrarió a Antonioni que, dejando al margen los convencionalismos que exigía cualquier visita sacerdotal a miembros de la hidalguía patavina, se limitó a enternecer la mirada e ir al grano…
-Querida Ana…susurro el sacerdote.
-Padre, ¿a qué debemos el honor?
-Disculpe las horas. Sé que no son las propias para recibir visitas…
-No tiene que incomodarse, reaccionó Ana. Las puertas de esta casa están abiertas de par en par para su merced.
-Te lo agradezco. Musitó Antonioni.
-Pase usted, padre…
Aquella estancia, radiantemente iluminada, era tan amplia como toda la iglesia de San Antonio. Los vanos que elevaban la altura de la misma, destacaban por su decoración de estilo renacentista, con escenas historiadas referentes al Pecado Original. Sin embargo, algo había cambiado desde la última visita del toscano. Pequeños detalles, que en otras circunstancias hubieran pasado desapercibidos a sus ojos, denotaban la situación económica harto precaria que amenazaba a los Menzano. El espacio que otrora dominara un majestuoso piano de cola, era hoy ocupado por una jardinera interior de dudoso gusto estético; los cuadros de refutados artistas italianos, que antaño Antonioni se deleitaba en observar cuando debía esperar la llegada de los Menzano, habían sido sustituidos por obras eclécticas, de autoría desconocida, así como por copias poco cuidadas de artistas como Rubens o Velásquez, los preferidos de Felipo Menzano. Incluso la estancia parecía oler de forma diferente. Los vaporosos aromas a jazmín, cuidadosamente conseguidos, habían dejado paso a un extraño aroma a mundanidad que al padre Antonioni pareció devolver a sus días de seminario, a aquellas antesalas repletas de jóvenes ilusionados por alcanzar un sueño…a aquellos días inciertos.
Un Ángel se posó en la garganta de Antonioni. Sus ojos, cargados de lágrimas apunto de ser expulsadas, le devolvieron a la realidad del momento. Ana Menzano, que competía en altura con el toscano, radiante, con aquellos inmensos ojos verdes abanderando el rostro más bello que Dios jamás pudo enviar a la tierra, ofrecía su mano al sacerdote….
Entonces pensó en Gigi y en la suerte de madre con la que Dios le había compensado. Magnífica creación del altísimo...

martes, 22 de febrero de 2011

María de Zayas

Derruir una convención literaria no debía ser tarea fácil en un siglo como el XVIII. Al fin y al cabo el devenir de las mismas venía marcado por el contexto social del momento, un contexto que los literatos imbuían dentro de sus obras a través de la utilización de múltiples consabidos.
María de Zayas trató de romper con este equilibrio literario rehuyendo sistemáticamente de los convencionalismos de la época y rechazando lo que a todas luces era una evidencia: el predominio social del hombre sobre la mujer; una preeminencia que la novela breve amorosa (género que cobró especial relevancia en España entre 1620 y 1640 y -cuyo origen- se remonta incluso al periodo griego clásico) se encargó de hacer pública, eso sí, en forma de sátira y en el que de Zayas alcanzó cotas de celebridad poco reconocida.
Era un tipo de literatura que, pese a lo que se pueda pensar, mostraba ciertas tendencias y aspiraciones de la época; aspiraciones con las que nuestra protagonista, no parecía estar muy de acuerdo.
Llevar a cabo un estudio biográfico de la madrileña no debería ser arduo a juzgar por lo poco que de ella conocemos.
Nació en Madrid y, probablemente, desarrolló su actividad vital en la primera mitad del siglo XVII.
Comulgo con Alicia Yllera cuando afirma que el resto de informaciones barajadas acerca de su biografía se basan en conjeturas. Poco más podemos decir sin entrar en meras suposiciones. Es por ello por lo que vamos a obviar mucho de lo que de ella se ha escrito para centrarnos en aspectos puramente literarios.
Fue en Zaragoza y Barcelona donde María de Zayas publicó “Novelas ejemplares y amorosas” (1637) y “Desengaños amorosos” (1647), las dos partes en que dividió los veinte relatos que a la postre compondrían una de las obras cumbres de la novela breve amorosa del XVII español.
Pese a constituir hipotéticas partes de un mismo fondo, los Desengaños siguen una línea mucho más pesimista que su predecesora. Se han barajado varias opciones a la hora de explicar esto. Por lo que a nosotros respecta, nos inclinamos a afirmar que fue un probable revés amoroso, previo a la redacción de la obra, lo que acabó por traicionar a la autora y, por ende, a su pluma.
En los Desengaños, el final feliz que supondría el matrimonio entre los protagonistas, algo común en este tipo de novelas, se convierte en una utopía ya desde las primeras líneas. Sin embargo, para la madrileña, éste “no es trágico fin, sino el más feliz que se pudo dar, pues codiciosa y desecha de muchos, no se sujeto a ninguno”. Hay ciertos paralelismos entre María de Zayas y su alter ego en los Desengaños. Es por ello por lo que muchos autores han afirmado que, la desaparición pública de María de Zayas tras la publicación de los Desengaños, se debió a que, realmente, la autora quiso emular a la protagonista de su obra e ingresó en un convento.
Conjeturas al margen, tanto en las Novelas como en los Desengaños, el hilo argumental va a girar entorno al deseo de la autora de defender el buen nombre de las mujeres y de advertir a éstas de lo peligroso de “las armas de engaño masculinas”.
Comparto las opiniones que alaban la veracidad con la que de Zayas trató de contextualizar su obra. Para ello no dudó en situar a los personajes en un marco geográfico concreto y familiar para sus contemporáneos así como en introducir como hilo conductor numerosas costumbres con arraigo en la época o aludir sin cortapisas a personajes o acontecimientos históricos.
La obsesión por la veracidad era común entre los escritores de la época y María de Zayas no les fue a la zaga en este aspecto.
La forma en que la madrileña describe algunos de los estados anímicos por los que atraviesan sus personajes también debe ser digna de elogio. No obstante de Zayas optó por un realismo en cierta medida novedoso ya que tendió a enarbolar lo extraordinario, tanto desde un punto de vista positivo, como extraño o desagradable. Para de Zayas todos los acontecimientos que modificaban estados de animo eran dignos de ser comentados, fuera cual fuera su naturaleza.
Esta es una de las claves que a la postre nos sirven para diferenciar a María de Zayas del resto de los autores que siguieron la línea realista y situarla como precedente más o menos clarividente del posterior movimiento romántico.
Otro quid mora en la tendencia aleccionadora que se desprende de su obra, propensión que se observa de forma más que evidente en los Desengaños.
El motor que mueve el mundo literario de María de Zayas es el amor, en cuya descripción no ahorra detalles. Destaca la forma en que narra los efectos causados por el amor, la resaca que éste deja en los cuerpos abandonados, y por ende, en las mentes perturbadas a su paso. Su secuela, arrolladora de por sí, deja aniquilados (sobre todo a nivel psicológico) a todos los protagonistas de sus novelas y a un nivel superior, a todos los que lo sufren. Por ello no duda en criticar la galantería, una fachada -la del galán- que, a su juicio, siempre busca la consecución del placer inmediato.
Lo ya comentado hasta ahora nos sugiere una pregunta: ¿Es María de Zayas una temprana defensora de las tesis feministas?
Por lo que hemos observado en las ediciones más actuales no hay unanimidad respecto a esta cuestión.
El siglo de oro de las artes españolas coincide con un periodo de crisis política y económica que la literatura también reflejó. Es por ello que no podemos contradecir las palabras de Pérez-Erdelyi cuando afirma que de Zayas “se anticipó a muchos objetivos de las feministas actuales; deseaba despertar la conciencia de la mujer para que viese como era retratada por la literatura”.
Fueron flacos los favores que la literatura del siglo de oro hizo a las intenciones de la madrileña, por lo que lo que resulta extraño que buena parte de sus contemporáneos, así como investigadores posteriores, hayan relegado su contribución literaria a un plano cuanto menos secundario. Sin embargo, utilizar el concepto feminismo para definir las intenciones de María de Zayas me parece cuanto menos arriesgado.
En primer lugar, el feminismo nació como movimiento con conciencia propia en el siglo XX, por lo que a nuestro juicio resulta tendencioso utilizar dicha terminología para definir las actuaciones personales de la madrileña. En segundo lugar hay que señalar que la defensa que de Zayas lleva a cabo en su obra parte de presupuestos, sino conservadores, quizá demasiado ambiguos como para ser considerados como precedente feminista. Su deseo principal fue defender la honra social de las mujeres. María consideraba que los hombres eran los verdaderos causantes de la situación de éstas. Es por ello por lo que les va a acusar de denigrar sistemáticamente a las mismas y de negarles, por ejemplo, los beneficios de la cultura. Los hombres, considera, han afeminando más a las mujeres de lo que la naturaleza las afeminó, dándoles bondades en lugar de armas.
Hasta aquí podríamos decir que la postura de María de Zayas es novedosa. El problema surge cuando aborda el tema de la libertad de la mujer para elegir marido. Es entonces cuando la ambigüedad a la que antes aludíamos se hace indudable. María de Zayas no crítica, por ejemplo, los matrimonios concertados por conveniencia paterna. Era un mal menor frente a lo, a su juicio, verdaderamente terrible: el posterior abandono conyugal por parte del marido. Esta es una postura que a nuestro juicio no acaba de conectar con el resto de sus aportaciones y que no nos permite apostar por de Zayas como precedente del posterior movimiento feminista.
Casualidad probable o justificada, fue que Pilar Oñate no incluyera a María de Zayas cuando abordó el tema del feminismo en la literatura española, algo que no debe hacernos olvidar el mérito que tuvo su obra a la hora de romper con los convencionalismos de la novela breve del XVII, ni la inmensa capacidad de la madrileña para construir, con gran habilidad y un estilo sencillo, grandes relatos en los que el fin del amor, de su fuerza irresistible, auspiciaba al fin de la esperanza, de la esperanza de que el engaño no estuviera detrás de todo lo realmente extraordinario, lo que a la postre se salía de los convencionalismos que nutrieron a la mayor parte de la literatura de nuestro siglo de oro.

viernes, 27 de agosto de 2010

Epílogo II. ¿Cruzarás sin miedo?


Madrid, 2 de abril de 1767
- Efectividad y sigilo, esgrimió Campomanes.
El fiscal parecía extasiado ante el devenir de los acontecimientos. El monarca había aceptado sin reflexión previa firmar el documento de extrañamiento. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Además, que Felipo Menzano apareciera derepente en el despacho de Aranda fue una auténtica bendición. Cara a cara, Felipo y Campomanes parecían felicitarse mutuamente con la mirada. Sólo cabía recuperar el perfumario, la misión otrora más sencilla, y un nuevo orden mundial se abriría paso.
-La operación de expulsión se hará efectiva en unas horas. Continuó el fiscal. Pronto libraremos al vulgo del yugo ignaciano, ¡Y un nuevo amanecer alumbrará Europa entera!
-Brindo por ello, sugirió Felipo alzando su copa de Brandy.
-Escucha Felipo- El rostro de Campomanes dejó atrás la excitación precedente y pareció cargarse de un odio de los que anuncian tormenta. Es prioritario para la misión recuperar el perfumario. Sabes de sobra lo que está en juego. Los sacrificios serán recompensados. Cuando llegue el momento…
-Sin duda, -replicó Felipo-, hablará, estoy seguro, frente al cadalso todo hombre acaba confesando, incluso los mentalmente mejor preparados.
-Pero, ¿Y si no fuera él quien posee el perfumario?
-¿Qué insinúas?
-Yo también he movido a mis informantes Felipo. Y están muy cerca de dar con él…
-! Giancarlo! El rostro sereno de Menzano se tensó como la piel del tambor.


Padua, abril de 1767.
A las doce en punto, como solía ocurrir en Padua, el padre Antonioni dejaría de ser habitante de la sangre terrenal para encontrarse con el creador. Rezaba, qué más podía hacer, pero no para salvar su alma, más bien al contrario, para prolongar la existencia terrenal del joven Giancarlo, al que tanto había aprendido a querer y a respetar. Mientras, Giancarlo y Querenini luchaban por hacerse un hueco entre la multitud utilizando la palabra y la fuerza bruta a partes iguales. De pronto, Antonioni alzó la mirada y los vio, a unos treinta metros. Sus pulsaciones aumentaron y su corazón entró en alerta, ¡Dios mío! ¡Qué hacían allí!
De repente, el sonido de timbales y trompetas despertó al aburrido gentío que estalló extasiada sabiendo que pronto se derramaría sangre. Querenini y Giancarlo se hallaban ya frente a la tribuna sobre la cual se elevaba el cadalso, Antonioni miró a Gigi y, sin pronunciar palabra, el joven asumió el mensaje bajando brevemente la cabeza en señal de arrepentimiento. Querenini observaba los acontecimientos que se iban sucediendo sobre sus hombros. La llegada del alcalde de Padua, la lectura del dictamen de ajusticiamiento, los gritos desaforados de los presentes…había que salir de allí, poco podían hacer por Antonioni.
-Vamos Giancarlo, debemos salir de aquí. Antonioni…
Justo entonces bajó la vista y donde otrora recordó observar a Giancarlo petrificado ante la severa mirada y el ceño fruncido de Antonioni no había más que restos de pescado crudo y paja molida.
-¡Dios mío! ¡Giancarlo!
Querenini miró a Antonioni en busca de una señal que le ayudara a dejar atrás el estado de excepción en que se hallaba su cuerpo. Sin embargo, el rostro de Antonioni ya había sido cubierto por el escapulario.
-¿Qué pretendes Giancarlo?

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Miedo. Epílogo. ¿Cruzarás sin miedo? (I)

Madrid, 1 de abril de 1767.

El Conde de Aranda leía con atención. Con el rostro sereno y las facciones lastradas por la vocación militar asumida, el presidente del Consejo de Castilla, como alcanzado por el espíritu de Federico el Grande, lanzó una postrera bocanada de aire y firmó el documento. Asumir la presidencia de la institución más importante del Reino fue todo un reto para alguien acostumbrado a guerrear en otros fangos. Los episodios de sedición y rebeldía que meses antes habían dado con los huesos de Esquilache en el exilio y con la integridad del monarca en serio entredicho acabaron con Aranda al frente del colectivo que debía tomar las decisiones más importantes del siglo…El fiscal Campomanes lo tuvo claro desde un primer momento: “era el momento”, se repetía, “no tendremos una ocasión igual para llevar a cabo el plan…”. Aranda era más escéptico. Cierto era que su vocación al frente del Consejo intentaba ser reformista, muy influenciado por la visión ilustrada de Voltaire y otros intelectuales franceses, Aranda creía en la necesidad de impulsar el regalismo a toda costa…Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, el estadista parecía contrariado ante lo que se avecinaba. Firmar aquel decreto, no en vano, suponía la expulsión de facto de todos los jesuitas en territorio español, ¿Era del todo justo tal proceder? ¿Será el destierro la mejor de las soluciones posibles?...
-Señor, interrumpió el servicio…
-¿Sí? Preguntó Aranda aún inmerso en sus divagaciones y con la mirada puesta en el decreto de extrañamiento…
-Un hombre pregunta por usted. Dice tratarse de un asunto urgente…
-¿Su nombre? Dudó Aranda…
-Felipo Menzano.


Padua, abril de 1765.
-¡Cuidado! No querrás que nos descubran…
Avanzaban a paso ajado, macilento, como sabiéndose descubiertos en cada esquina, tras cada encontronazo. El juicio público estaba apunto de empezar y todavía quedaban por atravesar un par de callejuelas hasta llegar al Palazzo Moroni, en cuyos exteriores el gentío parecía extasiado, sabedores de que el espectáculo estaba apunto de comenzar.
Padua había cambiado, mejor dicho, los patavinos habían cambiado. El germen de la desconfianza había eclosionado una vez fueron publicados los cargos. Todo parecía tan distinto. Hasta el aire, antaño cargado de humedad, parecía asolado por un genocida y perpetuo calor estival. Padua había cambiado.
-Apresúrate o no podremos hacer nada…
-Lo sé, lo sé. ¡Hago lo que puedo!
Nada más lejos de la realidad. Querenini, sabedor del sufrimiento que podría causar en Giancarlo el probable mal estado físico en que debía encontrarse su confesor, hacía lo posible para atrasar el momento…Primero simuló torcerse el tobillo, después un terminal ataque de asma y, por último, una presunta horda de perseguidores al acecho…
Sin embargo, Giancarlo sólo podía pensar en avanzar hasta la plaza para, una vez allí, hacer lo posible para liberar a Antonioni.
Giancarlo jamás comprendió los motivos que llevaron al toscano a entregarse a las autoridades. Tras los sucesos de la capilla de los Scrovegni, Giancarlo tenía otros planes…huir hacia el lugar más recóndito y una vez allí, iniciar una nueva vida alejados de Felipo y el yugo opresor de quienes apoyaban su causa. Sin embargo, Antonioni, parco en astucias, nunca quiso escuchar a su pupilo. Tengo otros planes Giancarlo, solía repetir. Al alba del cuarto sol tras la huida, Antonioni desapareció dejando atrás una nota de despedida.
“No olvides rezar por mi”, decía la nota. Y Gigi cumplió lo establecido.
-¡Llegamos justo a tiempo! Balbuceó Giancarlo. ¡Vamos! ¡Aún queda cruzar la plaza!
- De acuerdo...
Los alrededores del Palazzo Moroni estaban abarrotados de gentes procedentes de toda Padua. Familias enteras, ataviadas con lo prácticamente necesario como para pasar una jornada fuera de casa, esperaban impacientes que comenzará aquella demostración de fuerza frente a la falsedad demostrada por aquel cura negro al que la mayoría relacionaban ya con los brotes de peste de los últimos diez años…
-Padre, ¿Qué estamos esperando? Gritó uno de los niños contra los que Giancarlo tropezaba en su intentó por aproximarse a la tribuna…
- A que se haga justicia, contestó el progenitor con restos de harina aún entre las comisuras de los labios y la frente…
Bastardo, pensó Giancarlo. Maldecía, es cierto. Maldecía a cada paso. Contra todos los presentes. Enjuiciaba los motivos que les hacían creer aquella falsedad. Querenini parecía en una nube. Un jesuita impotente, disfrazado para pasar desapercibido entre la prole. Qué sino el miedo podía asolar con mayor fuerza la moral de una comunidad. En aquel instante no cabía duda posible. Afloraban los peores instintos, los prejuicios, los rumores…la soledad; la soledad de aquel que tiene las de perder…triunfaba el poder, la maldad de aquellos capaces de manejar el miedo a su antojo. Ninguno de los presentes podría manipular el perfumario a su antojo. El miedo les petrificaba el alma. Absurda contradicción. Poderosa herejía. Voraz lobo humano…
A medio camino replicaron las campanas. Aquellos que susurran hicieron silencio. El juicio iba a dar comienzo. En la oscuridad de un pasillo subterráneo, con la luz cegando la vista al caminar, un hombre con sotana desgarrada, de aspecto enjuto y cuerpo demacrado oraba en silencio. Era el final del camino, no existía el miedo.
-Giancarlo, sabes de sobra…arguyó el padre Querenini.
-Estoy bien, padre. Sólo quiero verle sonreír.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Miedo (XX). Se cierra el círculo (III).

En el rondar de las horas en aquella destartalada capilla, Antonioni pudo ordenar sus pensamientos. Felipo Menzano estaba dispuesto a ofrecer el alma del jesuita al brazo secular si no colaboraba en la causa que la secta patavina por él fundada defendía, a saber, acabar con la influencia de la religión en pro de un supuesto nuevo “amanecer” de los tiempos… Al toscano, sin embargo, no parecía preocuparle su destino. Se repetía a sí mismo que Dios era el único ente capaz de arrojar justicia verdadera. Alcanzar la salvación exigía sacrificios, nuestro padre Jesucristo bien los llevó a cabo. A Antonioni, como decimos, no le preocupaba salvaguardar su integridad. Dios se encargaría de ello en la otra vida. Sus divagaciones se centraban en exclusiva en la figura de aquel mozalbete que en apenas unos días había pasado de chiquilicuatre a adulto. Son las circunstancias de la vida, no cabe duda, las que nos hacen fuertes, se repetía…Y Giancarlo; con el rostro roído por el peso de la culpa, había dejado, para siempre, de ser el mismo. Tardó Antonioni en deducir el lugar exacto en que se encontraba. Fue allá por el año 1305 cuando concluyeron las obras de la por entonces capilla de Santa María de la Caridad, erigida por orden de Enrico Scrovegni, hijo de usurero, que pretendía con esta magna obra el purgar, según decían, los pecados perpetrados por su padre. Antonioni nunca entendió porque la Iglesia Católica continuaba considerando pecado el préstamo cuando, y no eran pocos los casos por él conocidos, muchos de los prelados cercanos al Santo Padre practicaban dichas prebendas jugando con las propias contradicciones que generaba el sistema. Sabedor de los males que acechaban la esquina de la fe católica, el padre Antonioni no se sentía precisamente cómodo entre esas cuatro húmedas paredes decoradas con frescos aún pigmentando. Y más cuando Felipo, probablemente el ser al que más odiaba de toda la faz de la tierra, parecía husmear de cuando en cuando entre las rendijas del portón…como sabiéndose descubierto, cómo disfrutando del acto de mantener a un religioso encarcelado en contra de su propia voluntad…
Sin previo aviso la voz de Giancarlo alumbró la estancia.
-Padre, ¿Es usted?
-Giancarlo, ¿Qué haces aquí?
-He venido a ayudarle…
Giancarlo forzó la cerradura, como tantas veces hubo hecho antaño. El sonido del trajinar de la varilla incomodó al toscano, preocupado de la integridad del menor. Gigi, como conociendo el estado alterado en que debía encontrarse su confesor lo tranquilizó asomado entre los barrotes…
-Tranquilo padre, no estoy sólo…
-Verá, él no era quién creíamos…
-¿A qué te refieres? Dudó Antonioni…
- A Querenini…
La puerta dio un estruendo hacia delante y ambos cruzaron el umbral. Los estigmas de aquel hombre no eran sino producto de la maldad despiadada de Felipo. A Antonioni no le sorprendió la noticia. Aquella herida secreta que tanto escocía su alma alcanzaría a supurar cuando diera con los huesos de Felipo lejos de Giancarlo…Si Querenini venía a colaborar en su misión, bienvenido fuera…
-Salgamos, padre…
Antonioni no pudo ocultar lo que sentía. En un raudo movimiento, abrazó a Giancarlo que, entre sollozos, no pudo, ni quiso, esquivar “el golpe”…
-Gracias, Giancarlo…
-No hay de que. Además, todo ha sido gracias a Querenini…
-Llamadme Jean, interrumpió aquel mientras se atusaba el pelo…
Antonioni tardó unos segundos en adaptarse al medio. Una vez en el exterior, alzó la mirada hacia la que había sido su celda las últimas horas…Por primera vez se olvidó de dar gracias a Dios…No en vano, la amistad también puede llegar a ser divina.