Una neblina espesa encapotaba el horizonte, jugueteando con la noche, y convirtiendo las tabernas del Duomo en el mejor de los destinos posibles. Las mujeres públicas se refugiaban de la humedad que picoteaba sus escotes. Trapicheros y vagabundos pugnaban por un chaleco perdido…Padua se resistía a caer adormecida bajo el peso de la rutina. Antonioni, contraviniendo sus costumbres rutinarias, hacía lo propio. Vigilante, procurando no dar un paso en falso que diera con sus huesos en el pavimento, el toscano trataba de localizar el piso de los Menzano. Tampoco fue complicado. Aquel edificio, tosco, de estilo tardorrománico pero profusamente decorado, no pasaba desapercibido. La luz de los candiles, estratégicamente situados, otorgaba al inmueble un extraño halo de grandeza, sin embargo comedida. Nada a los ojos del vulgo parecía augurar lo que allí dentro sucedía. Nada salvo unos ojos verdosos que no lograron relacionar la presencia del cura negro con los buenos augurios de antaño.
La madre de Gigi hubiera servido de inspiración a los escultores griegos más refutados. Su pelo, antaño rubio, parecía oscurecido por el paso del tiempo, y sin embargo, Ana Menzano, conservaba una belleza ulterior que incomodó al propio sacerdote. Sus ojos -verdes hasta decir basta- paralizaron a Antonioni. Encerraban tantas preguntas, tantas dudas…tanto miedo. Encorsetada en un vestido propio de alguien de su alcurnia, aquella mujer no pudo disimular sus sentimientos. La culpa que reflejaba su rostro contrarió a Antonioni que, dejando al margen los convencionalismos que exigía cualquier visita sacerdotal a miembros de la hidalguía patavina, se limitó a enternecer la mirada e ir al grano…
-Querida Ana…susurro el sacerdote.
-Padre, ¿a qué debemos el honor?
-Disculpe las horas. Sé que no son las propias para recibir visitas…
-No tiene que incomodarse, reaccionó Ana. Las puertas de esta casa están abiertas de par en par para su merced.
-Te lo agradezco. Musitó Antonioni.
-Pase usted, padre…
Aquella estancia, radiantemente iluminada, era tan amplia como toda la iglesia de San Antonio. Los vanos que elevaban la altura de la misma, destacaban por su decoración de estilo renacentista, con escenas historiadas referentes al Pecado Original. Sin embargo, algo había cambiado desde la última visita del toscano. Pequeños detalles, que en otras circunstancias hubieran pasado desapercibidos a sus ojos, denotaban la situación económica harto precaria que amenazaba a los Menzano. El espacio que otrora dominara un majestuoso piano de cola, era hoy ocupado por una jardinera interior de dudoso gusto estético; los cuadros de refutados artistas italianos, que antaño Antonioni se deleitaba en observar cuando debía esperar la llegada de los Menzano, habían sido sustituidos por obras eclécticas, de autoría desconocida, así como por copias poco cuidadas de artistas como Rubens o Velásquez, los preferidos de Felipo Menzano. Incluso la estancia parecía oler de forma diferente. Los vaporosos aromas a jazmín, cuidadosamente conseguidos, habían dejado paso a un extraño aroma a mundanidad que al padre Antonioni pareció devolver a sus días de seminario, a aquellas antesalas repletas de jóvenes ilusionados por alcanzar un sueño…a aquellos días inciertos.
Un Ángel se posó en la garganta de Antonioni. Sus ojos, cargados de lágrimas apunto de ser expulsadas, le devolvieron a la realidad del momento. Ana Menzano, que competía en altura con el toscano, radiante, con aquellos inmensos ojos verdes abanderando el rostro más bello que Dios jamás pudo enviar a la tierra, ofrecía su mano al sacerdote….
Entonces pensó en Gigi y en la suerte de madre con la que Dios le había compensado. Magnífica creación del altísimo...
La madre de Gigi hubiera servido de inspiración a los escultores griegos más refutados. Su pelo, antaño rubio, parecía oscurecido por el paso del tiempo, y sin embargo, Ana Menzano, conservaba una belleza ulterior que incomodó al propio sacerdote. Sus ojos -verdes hasta decir basta- paralizaron a Antonioni. Encerraban tantas preguntas, tantas dudas…tanto miedo. Encorsetada en un vestido propio de alguien de su alcurnia, aquella mujer no pudo disimular sus sentimientos. La culpa que reflejaba su rostro contrarió a Antonioni que, dejando al margen los convencionalismos que exigía cualquier visita sacerdotal a miembros de la hidalguía patavina, se limitó a enternecer la mirada e ir al grano…
-Querida Ana…susurro el sacerdote.
-Padre, ¿a qué debemos el honor?
-Disculpe las horas. Sé que no son las propias para recibir visitas…
-No tiene que incomodarse, reaccionó Ana. Las puertas de esta casa están abiertas de par en par para su merced.
-Te lo agradezco. Musitó Antonioni.
-Pase usted, padre…
Aquella estancia, radiantemente iluminada, era tan amplia como toda la iglesia de San Antonio. Los vanos que elevaban la altura de la misma, destacaban por su decoración de estilo renacentista, con escenas historiadas referentes al Pecado Original. Sin embargo, algo había cambiado desde la última visita del toscano. Pequeños detalles, que en otras circunstancias hubieran pasado desapercibidos a sus ojos, denotaban la situación económica harto precaria que amenazaba a los Menzano. El espacio que otrora dominara un majestuoso piano de cola, era hoy ocupado por una jardinera interior de dudoso gusto estético; los cuadros de refutados artistas italianos, que antaño Antonioni se deleitaba en observar cuando debía esperar la llegada de los Menzano, habían sido sustituidos por obras eclécticas, de autoría desconocida, así como por copias poco cuidadas de artistas como Rubens o Velásquez, los preferidos de Felipo Menzano. Incluso la estancia parecía oler de forma diferente. Los vaporosos aromas a jazmín, cuidadosamente conseguidos, habían dejado paso a un extraño aroma a mundanidad que al padre Antonioni pareció devolver a sus días de seminario, a aquellas antesalas repletas de jóvenes ilusionados por alcanzar un sueño…a aquellos días inciertos.
Un Ángel se posó en la garganta de Antonioni. Sus ojos, cargados de lágrimas apunto de ser expulsadas, le devolvieron a la realidad del momento. Ana Menzano, que competía en altura con el toscano, radiante, con aquellos inmensos ojos verdes abanderando el rostro más bello que Dios jamás pudo enviar a la tierra, ofrecía su mano al sacerdote….
Entonces pensó en Gigi y en la suerte de madre con la que Dios le había compensado. Magnífica creación del altísimo...
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