Antonioni volvió la vista al perfumario. Aquella inscripción…”pleito o postura que home face por miedo non debe valer”
“No debe valer…”, se repetía.
Antonioni volvió entonces a las palabras otrora vacías del pequeño de los Menzano. Escondido en aquella diminuta fresquerilla, sin a penas aire con el que renovar el oxígeno, Gigi, rojizo por naturaleza, sentía estallar sus entrañas. Felipo Menzano, mientras tanto, relajaba el ceño mientras jugueteaba con aquel perfumario. Sus sueños, hasta los más ocultos, se harían realidad si no tenía miedo…si no tenía miedo. Su interlocutor, apremiado por la ausencia de luz, se puso en marcha no sin arrancar una promesa de Felipo: las puertas de Padua quedaban abiertas a la hermandad desde aquel instante. Conquistar la impía Italia no era sino cuestión de tiempo.
Mientras tanto, Gigi observaba a su padre incomodo tras comprobar que buena parte de sus miembros permanecían adormecidos tras la prolongada inactividad física. Tal era su estupor que a penas logró encadenar dos bocanadas frescas de aire cuando Felipo Menzano abandonó su despacho…
Aquel perfumario seguía allí. Recordó Antonioni entre sollozos. Qué podía hacer Gigi sino evitar la ruina moral de su padre. Mientras volvía a repasar las palabras de Gigi, Antonioni anotaba en su diario personal los aspectos más relevantes de la conversación: datos sobre la probable herejía, el mensaje inscrito en aquel perfumario, la situación de la familia Menzano…el rostro de Gigi, como olvidar aquella faz petrificada bajo el peso del reo que se sabe inocente pero sometido al peor de los males posibles: la terrible carencia del miedo.
Sin embargo, no todo estaba perdido. Si algo había aprendido Antonioni a lo largo de tantos años en franca comunión con el Santo Padre es de su indudable capacidad para confirmar la inocencia de las almas quebrantadas por la sinrazón. Antonioni se acicaló con sus mejores galas: la albilla blanca resplandeciente, el hábito impoluto, el mejor de todos los que poseía, con las características inscripciones alusivas al corazón de Jesús y San Ignacio…aquel perfumario…”mejor guardarlo en lugar seguro”, pensó Antonioni mientras llevaba a cabo una mirada superficial alrededor de la estancia. “El relicario de San Antonio, ¿habrá en Padua un lugar más seguro que éste?”. Antonioni sabía de antemano la respuesta a su propia pregunta. Sin embargo, aquellos, no eran sino los tiempos más extraños que jamás le había tocado vivir.
El piso de los Menzano, en la Piazza del Duomo no quedaba lejos de allí…
“No debe valer…”, se repetía.
Antonioni volvió entonces a las palabras otrora vacías del pequeño de los Menzano. Escondido en aquella diminuta fresquerilla, sin a penas aire con el que renovar el oxígeno, Gigi, rojizo por naturaleza, sentía estallar sus entrañas. Felipo Menzano, mientras tanto, relajaba el ceño mientras jugueteaba con aquel perfumario. Sus sueños, hasta los más ocultos, se harían realidad si no tenía miedo…si no tenía miedo. Su interlocutor, apremiado por la ausencia de luz, se puso en marcha no sin arrancar una promesa de Felipo: las puertas de Padua quedaban abiertas a la hermandad desde aquel instante. Conquistar la impía Italia no era sino cuestión de tiempo.
Mientras tanto, Gigi observaba a su padre incomodo tras comprobar que buena parte de sus miembros permanecían adormecidos tras la prolongada inactividad física. Tal era su estupor que a penas logró encadenar dos bocanadas frescas de aire cuando Felipo Menzano abandonó su despacho…
Aquel perfumario seguía allí. Recordó Antonioni entre sollozos. Qué podía hacer Gigi sino evitar la ruina moral de su padre. Mientras volvía a repasar las palabras de Gigi, Antonioni anotaba en su diario personal los aspectos más relevantes de la conversación: datos sobre la probable herejía, el mensaje inscrito en aquel perfumario, la situación de la familia Menzano…el rostro de Gigi, como olvidar aquella faz petrificada bajo el peso del reo que se sabe inocente pero sometido al peor de los males posibles: la terrible carencia del miedo.
Sin embargo, no todo estaba perdido. Si algo había aprendido Antonioni a lo largo de tantos años en franca comunión con el Santo Padre es de su indudable capacidad para confirmar la inocencia de las almas quebrantadas por la sinrazón. Antonioni se acicaló con sus mejores galas: la albilla blanca resplandeciente, el hábito impoluto, el mejor de todos los que poseía, con las características inscripciones alusivas al corazón de Jesús y San Ignacio…aquel perfumario…”mejor guardarlo en lugar seguro”, pensó Antonioni mientras llevaba a cabo una mirada superficial alrededor de la estancia. “El relicario de San Antonio, ¿habrá en Padua un lugar más seguro que éste?”. Antonioni sabía de antemano la respuesta a su propia pregunta. Sin embargo, aquellos, no eran sino los tiempos más extraños que jamás le había tocado vivir.
El piso de los Menzano, en la Piazza del Duomo no quedaba lejos de allí…
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