martes, 15 de marzo de 2011

Miedo (IX)

Antonioni volvió la vista al perfumario. Aquella inscripción…”pleito o postura que home face por miedo non debe valer”
“No debe valer…”, se repetía.
Antonioni volvió entonces a las palabras otrora vacías del pequeño de los Menzano. Escondido en aquella diminuta fresquerilla, sin a penas aire con el que renovar el oxígeno, Gigi, rojizo por naturaleza, sentía estallar sus entrañas. Felipo Menzano, mientras tanto, relajaba el ceño mientras jugueteaba con aquel perfumario. Sus sueños, hasta los más ocultos, se harían realidad si no tenía miedo…si no tenía miedo. Su interlocutor, apremiado por la ausencia de luz, se puso en marcha no sin arrancar una promesa de Felipo: las puertas de Padua quedaban abiertas a la hermandad desde aquel instante. Conquistar la impía Italia no era sino cuestión de tiempo.
Mientras tanto, Gigi observaba a su padre incomodo tras comprobar que buena parte de sus miembros permanecían adormecidos tras la prolongada inactividad física. Tal era su estupor que a penas logró encadenar dos bocanadas frescas de aire cuando Felipo Menzano abandonó su despacho…
Aquel perfumario seguía allí. Recordó Antonioni entre sollozos. Qué podía hacer Gigi sino evitar la ruina moral de su padre. Mientras volvía a repasar las palabras de Gigi, Antonioni anotaba en su diario personal los aspectos más relevantes de la conversación: datos sobre la probable herejía, el mensaje inscrito en aquel perfumario, la situación de la familia Menzano…el rostro de Gigi, como olvidar aquella faz petrificada bajo el peso del reo que se sabe inocente pero sometido al peor de los males posibles: la terrible carencia del miedo.
Sin embargo, no todo estaba perdido. Si algo había aprendido Antonioni a lo largo de tantos años en franca comunión con el Santo Padre es de su indudable capacidad para confirmar la inocencia de las almas quebrantadas por la sinrazón. Antonioni se acicaló con sus mejores galas: la albilla blanca resplandeciente, el hábito impoluto, el mejor de todos los que poseía, con las características inscripciones alusivas al corazón de Jesús y San Ignacio…aquel perfumario…”mejor guardarlo en lugar seguro”, pensó Antonioni mientras llevaba a cabo una mirada superficial alrededor de la estancia. “El relicario de San Antonio, ¿habrá en Padua un lugar más seguro que éste?”. Antonioni sabía de antemano la respuesta a su propia pregunta. Sin embargo, aquellos, no eran sino los tiempos más extraños que jamás le había tocado vivir.
El piso de los Menzano, en la Piazza del Duomo no quedaba lejos de allí…

Miedo (XI)

Del cuaderno de notas del padre Antonioni…

Y la muerte del mundo cae sobre mi vida. A penas logro sostener el peso de mis actos. Ser Jesuita no implica esta carga. Se muere el universo de una calma agonía…
Recuerdo aquellos años en que la puesta de sol no pesaba en mi conciencia. ¡Los extraño tanto…!
Y a duras penas me consumo al contemplarlos. Como lejanas melodías que me enfrentan al pasado.
Me enseñaron que el arrepentimiento lo era todo. Que cualquier error quedaba justificado bajo el seno redentor del altísimo. Pecar, ¿a caso importaba entonces?
Miedo, ¿quién no lo ha tenido? ¿Quién no lo ha sufrido? ¿Quién no lo ha vencido?
¿Es la fe suficiente cuando todo parece desmoronarse a tu paso?
Se consume el cielo entre sollozos.
Y aquel perfumario…
Sólo un deseo, un único deseo…

Miedo (XII)

Una neblina espesa encapotaba el horizonte, jugueteando con la noche, y convirtiendo las tabernas del Duomo en el mejor de los destinos posibles. Las mujeres públicas se refugiaban de la humedad que picoteaba sus escotes. Trapicheros y vagabundos pugnaban por un chaleco perdido…Padua se resistía a caer adormecida bajo el peso de la rutina. Antonioni, contraviniendo sus costumbres rutinarias, hacía lo propio. Vigilante, procurando no dar un paso en falso que diera con sus huesos en el pavimento, el toscano trataba de localizar el piso de los Menzano. Tampoco fue complicado. Aquel edificio, tosco, de estilo tardorrománico pero profusamente decorado, no pasaba desapercibido. La luz de los candiles, estratégicamente situados, otorgaba al inmueble un extraño halo de grandeza, sin embargo comedida. Nada a los ojos del vulgo parecía augurar lo que allí dentro sucedía. Nada salvo unos ojos verdosos que no lograron relacionar la presencia del cura negro con los buenos augurios de antaño.
La madre de Gigi hubiera servido de inspiración a los escultores griegos más refutados. Su pelo, antaño rubio, parecía oscurecido por el paso del tiempo, y sin embargo, Ana Menzano, conservaba una belleza ulterior que incomodó al propio sacerdote. Sus ojos -verdes hasta decir basta- paralizaron a Antonioni. Encerraban tantas preguntas, tantas dudas…tanto miedo. Encorsetada en un vestido propio de alguien de su alcurnia, aquella mujer no pudo disimular sus sentimientos. La culpa que reflejaba su rostro contrarió a Antonioni que, dejando al margen los convencionalismos que exigía cualquier visita sacerdotal a miembros de la hidalguía patavina, se limitó a enternecer la mirada e ir al grano…
-Querida Ana…susurro el sacerdote.
-Padre, ¿a qué debemos el honor?
-Disculpe las horas. Sé que no son las propias para recibir visitas…
-No tiene que incomodarse, reaccionó Ana. Las puertas de esta casa están abiertas de par en par para su merced.
-Te lo agradezco. Musitó Antonioni.
-Pase usted, padre…
Aquella estancia, radiantemente iluminada, era tan amplia como toda la iglesia de San Antonio. Los vanos que elevaban la altura de la misma, destacaban por su decoración de estilo renacentista, con escenas historiadas referentes al Pecado Original. Sin embargo, algo había cambiado desde la última visita del toscano. Pequeños detalles, que en otras circunstancias hubieran pasado desapercibidos a sus ojos, denotaban la situación económica harto precaria que amenazaba a los Menzano. El espacio que otrora dominara un majestuoso piano de cola, era hoy ocupado por una jardinera interior de dudoso gusto estético; los cuadros de refutados artistas italianos, que antaño Antonioni se deleitaba en observar cuando debía esperar la llegada de los Menzano, habían sido sustituidos por obras eclécticas, de autoría desconocida, así como por copias poco cuidadas de artistas como Rubens o Velásquez, los preferidos de Felipo Menzano. Incluso la estancia parecía oler de forma diferente. Los vaporosos aromas a jazmín, cuidadosamente conseguidos, habían dejado paso a un extraño aroma a mundanidad que al padre Antonioni pareció devolver a sus días de seminario, a aquellas antesalas repletas de jóvenes ilusionados por alcanzar un sueño…a aquellos días inciertos.
Un Ángel se posó en la garganta de Antonioni. Sus ojos, cargados de lágrimas apunto de ser expulsadas, le devolvieron a la realidad del momento. Ana Menzano, que competía en altura con el toscano, radiante, con aquellos inmensos ojos verdes abanderando el rostro más bello que Dios jamás pudo enviar a la tierra, ofrecía su mano al sacerdote….
Entonces pensó en Gigi y en la suerte de madre con la que Dios le había compensado. Magnífica creación del altísimo...