Hitler, en su afán por impresionar a aquel diplomático inglés, mandó llamar a un miembro de su guardia pretoriana. En aquel cuarto piso de la cancillería, el dictador le ordenó tirarse por la ventana en nombre de Alemania. El soldado, sin a penas pensar un instante lo que estaba oyendo, obedeció y el sonido de los cristales del amplio ventanal rompió la calma que afloraba en aquella plomiza mañana de abril.
El diplomático, sorprendido, a penas pudo ponerse en pie y hacer un esfuerzo en vano por evitar tal tragedia. Hitler, impertérrito, siquiera mostró en su faz ni una sola mueca. Tan sólo una sonrisa maquiavélica de satisfacción, como quien se sabe con una mano de cartas difícil de superar. Incómodo, el diplomático no supo que decir. Ni el mejor de los alemanes que manejaba, era capaz de describir lo que acababa de suceder en aquel amplio despacho, repleto de retratos del Fuhrer ejerciendo su especial aura de supremacía. No contento con lo acontecido, el gran salvador de Alemania mandó que un segundo soldado accediera a las instalaciones. Una vez cuadrado ante el Fuhrer, el soldado, que a penas parecía rondar los veinte años, se vio obligado a repetir la orden que dio con el cuerpo de su compañero en la otra vida. Paralizado por lo que de nuevo iba a acontecer, el diplomático inglés, esta vez sí, logró sujetar el brazo del joven y con los ojos apunto de estallar en mil lágrimas le espetó:
-“Pero joven, ¿está seguro de lo que va a hacer? Esto puede suponer el fin de su vida… ¿A caso merece la pena?”
La respuesta del soldado paralizó al diplomático con más fuerza que el sonido de los gritos que provocó esta nueva baja voluntaria entre aquellos que curioseaban lo acontecido.
-“Siempre será mejor obedecer que vivir en una Alemania sin esperanza”
Para todos aquellos que creyeron en el progreso de la civilización humana en un momento en que lo más fácil era pensar que no había esperanza.
El diplomático, sorprendido, a penas pudo ponerse en pie y hacer un esfuerzo en vano por evitar tal tragedia. Hitler, impertérrito, siquiera mostró en su faz ni una sola mueca. Tan sólo una sonrisa maquiavélica de satisfacción, como quien se sabe con una mano de cartas difícil de superar. Incómodo, el diplomático no supo que decir. Ni el mejor de los alemanes que manejaba, era capaz de describir lo que acababa de suceder en aquel amplio despacho, repleto de retratos del Fuhrer ejerciendo su especial aura de supremacía. No contento con lo acontecido, el gran salvador de Alemania mandó que un segundo soldado accediera a las instalaciones. Una vez cuadrado ante el Fuhrer, el soldado, que a penas parecía rondar los veinte años, se vio obligado a repetir la orden que dio con el cuerpo de su compañero en la otra vida. Paralizado por lo que de nuevo iba a acontecer, el diplomático inglés, esta vez sí, logró sujetar el brazo del joven y con los ojos apunto de estallar en mil lágrimas le espetó:
-“Pero joven, ¿está seguro de lo que va a hacer? Esto puede suponer el fin de su vida… ¿A caso merece la pena?”
La respuesta del soldado paralizó al diplomático con más fuerza que el sonido de los gritos que provocó esta nueva baja voluntaria entre aquellos que curioseaban lo acontecido.
-“Siempre será mejor obedecer que vivir en una Alemania sin esperanza”
Para todos aquellos que creyeron en el progreso de la civilización humana en un momento en que lo más fácil era pensar que no había esperanza.