Ambos cruzaron sus miradas, petrificadas, como asumiendo rituales perdidos en la inmensidad de la luna llena, donde nada es lo que ves, donde nada es realidad. Sorprendido, Giancarlo clavó la mirada donde nacen las dudas, en lo profundo de la inmensidad de aquellos ojos resignados por la angustia. Querenini no pudo sino asumir su verdadera identidad. Giancarlo, por su parte, impotente, asumía tener delante al causante de todos los problemas que habían venido acuciando a su familia en los últimos meses, océanos de tiempo que hervían en su consciente retrotraer.
-¿Qué te ha contado tu padre? Preguntó Querenini como conociendo de antemano la respuesta…
-¡Impostor! Exclamó Giancarlo. Sabéis de sobra qué es lo que me ha contado…
-¿Y si ha osado mentir a su propio hijo? Arguyó el farsante.
-¿Por qué iba a hacer tal cosa? ¿A caso no eres tú quien ha dejado a mi padre en la ruina? ¿No eres un famoso ladrón de guante blanco? ¿No has recorrido media Europa destrozando la vida de familias enteras que confiaron en ti?
-No, Giancarlo. Mi deber en esta vida es sólo proporcionar perdón a las almas perdidas…
-¿Cómo te atreves? ¡Insolente rufián! El rostro de Giancarlo se oscureció, probable efecto de la ira contenida que comenzaba a supurar en el centro de gravedad de sus ojos…
-Debes llevarme en presencia del padre Antonioni, está en grave peligro, y debemos ponerle a salvo…
-¿Antonioni? Preguntó Gigi ¡Jamás le diré nada! ¿Qué pretende hacerle? ¿Por qué…?
-Ambos defendemos lo mismo, arguyó Querenini. Ambos juramos obediencia al Papa y ambos nos educamos en el mismo lugar, para recibir la misma instrucción. Ambos somos jesuitas, Giancarlo y, me creas o no, tu ayuda es fundamental. Es ahora o nunca, hay mucho en juego. Vamos, por favor, ayúdame a buscar al padre Antonioni. Por el camino te contaré el resto…
Giancarlo apenas pudo disimular su carencia de fe en Querenini. ¿Un jesuita estafador? ¿Y si era cierto? ¿Y si realmente Felipo estaba mintiendo? ¿Y Antonioni? ¿Estaría realmente en peligro? Demasiadas preguntas sin respuesta como para no continuar caminando, esta vez sí, a paso ligero, camino de la iglesia de San Antonio. De repente, al doblar la esquina del último callejón, algo desvió la atención de ambos desconocidos. Los restos de un líquido azul, vaporoso, desparramados junto a un trozo de tela negra desgarrada….
-Creo que se nos han adelantado, reflexionó Querenini…
-Pero… ¿Y ahora? ¿Qué podemos hacer?
-Tranquilo, Giancarlo. Guíame hasta la Capilla Scrovegni.
-Sin problemas, sígame…
Y Giancarlo se deshizo del yugo opresor de los brazos de Querenini y caminó a su lado, acompasando el paso en cadentes ritmos cada vez más estructurados. La vida de aquel que salvó la suya parecía estar en juego…valía la pena cualquier pacto con el diablo.
Un lápiz en la mano
Hace 6 años